La leyenda del ladrón by Juan Gomez-jurado

La leyenda del ladrón by Juan Gomez-jurado

autor:Juan Gomez-jurado [Gomez-jurado, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788408008644
editor: www.papyrefb2.net
publicado: 2011-12-31T23:00:00+00:00


«Ojalá esa rata no hubiese salido nunca del vientre de su madre.»

La configuración de los adoquines cambió ligeramente bajo la contera del cayado de Zacarías, y éste dobló la esquina antes de llegar a la calle de las Armas. Se detuvo durante un instante, pues había creído oír unos pasos a su espalda que se detenían cuando él cambiaba de dirección. Eran unos pasos cautelosos, y su dueño parecía caminar con soltura pero sin hacer demasiado ruido, al contrario de la mayoría de los habitantes de aquella ciudad.

Volvió a detenerse, pero los pasos tras él habían desaparecido. Más tranquilo, volvió a torcer el rumbo en la calle de las Cruces. Palpó el muro de su izquierda para asegurarse, pero sólo por costumbre. Había recorrido aquel trayecto cientos de veces, y lo llevaba inscrito en su prodigiosa memoria. El ciego apenas guardaba recuerdo de la luz o de la forma de las cosas. Las gotas de lluvia en los aleros de las casas, los naranjos en flor o la delicada curva del pecho de una mujer eran imágenes que no se grabarían nunca dentro de su mente. En su lugar había desarrollado una gran capacidad para memorizar y contar, y así había terminado metido en problemas.

Cuando conoció a Monipodio —hacía ya casi veinte años—, el joven hampón era el jefe de una pequeña banda de ladrones que reventaban cerraduras y robaban camisas de los tendales. Trabajaban entre la Puerta de la Macarena y la Puerta del Sol, y con lo que sacaban apenas tenían suficiente para ir tirando. Pero Monipodio quería más. Soñaba con una única banda de la que él fuese el único jefe.

Monipodio tenía la paciencia, la astucia y la brutalidad necesarias para la tarea. Fue capaz de unir poco a poco, a lo largo de los años, a ladrones, limosneros, contrabandistas, terceronas y alcahuetas. Cuando surgía alguna oposición, Monipodio la eliminaba de manera notoria, para que todos los bajos fondos de Sevilla tuviesen claro con quién no se debía jugar.

De lo que carecía el hampón era de la capacidad intelectual para gestionar el creciente imperio del crimen. Sevilla era una ciudad de ciento cincuenta mil almas, a quienes cerca de un millar de maleantes de toda índole y condición explotaban como una gigantesca sanguijuela. Y de cada gota de sangre, Monipodio reclamaba su parte. Situado en el centro de una inmensa telaraña, el hampón precisaba de alguien que llevase las cuentas. Cuánto ganaban las meretrices, cuánto debían pagar los bravos que las chuleaban en el Compás. Qué cuota debían satisfacer los pequeños peristas del Malbaratillo por cada uno de los puestos. Cómo organizar los pagos a los alguaciles para tener alejada la maquinaria de la justicia. Dónde colocar cada semana a las bandas de ladrones para que no se hiciesen demasiado conocidos.

El día que llevaron a la Corte a un mendigo ciego y delgaducho llamado Zacarías, de quien se decía que tenía una mente prodigiosa, Monipodio le echó un buen vistazo y luego se rio de él.

—¿Qué diablos va a contar, éste? ¡Si no puede ver ni un ábaco! Sacadle de aquí a patadas.



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