La Innombrable by Lorenzo Silva & Noemí Trujillo

La Innombrable by Lorenzo Silva & Noemí Trujillo

autor:Lorenzo Silva & Noemí Trujillo [Silva, Lorenzo & Trujillo, Noemí]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2024-05-22T00:00:00+00:00


14

El sujetador

A esas alturas de la jornada, el sujetador me apretaba de mala manera y me producía un dolor de espalda espantoso, así que decidí entrar al baño y librarme de él antes de interrogar a la detenida. Guardé mi sujetador blanco sin adornos en el bolsillo del pantalón tejano y recé para que nadie se percatara de que llevaba los pechos al aire bajo mi camiseta negra de Decathlon. Me estaba limpiando una mancha cuando Guadalupe entró en el baño y me acercó una carpeta con el informe toxicológico de Susana y el definitivo de la autopsia. Antes de que pudiera echarle un vistazo entró Rosario.

—Me acabo de enterar —dijo—. De las dos cosas. La confesión del subinspector Pérez y que han tenido que llevarte a urgencias. Lo siento, Manuela. Si necesitas algo no dudes en contar conmigo.

—Veo que las malas noticias vuelan —observé.

—¿Cómo estás?

—Bien. Tienen que hacerme unas pruebas, pero bien.

—Y lo otro… No me lo puedo creer.

Su cara era un poema. No le oculté los detalles:

—Se llamaba Isabel Domínguez, tenía diecisiete años y por lo visto no fue la primera que corría esa suerte. Según Pérez, la banda arrojó al Tajo a dos menores más: Ana Luengo y Marisol Morales.

—Cómo se ha complicado esta mierda —dijo—. Y encima… ¿De verdad estás bien? Eso de las pruebas ha sonado regular.

A Rosario se la veía abatida y desencajada. Tenía pendiente una conversación con ella, pero iba a ser en otro lugar y otro momento. Mucho me temía que Adela Enamorado acabaría perdiendo los nervios si no me presentaba pronto a cumplir con mis obligaciones. Sin pensármelo dos veces abracé a Rosario y sentí como ella se derrumbaba. Recorrí con mis manos su espalda y finalmente le di un beso en la mejilla. Ella se apartó con suavidad y se secó las lágrimas con el dorso de la mano: en otro tiempo, hacía siglos, habíamos sido buenas amigas.

—Perdóname, no quiero molestar. Tienes mucho trabajo.

—No molestas en absoluto, pero ya hablaremos con más tranquilidad.

—De acuerdo. Oye, Manuela…

—Dime.

—¿No llevas sujetador?

Guadalupe me miró. Ella también lo había notado.

—Pues no. Pero no es un acto de rebeldía para la liberación de mis pezones, la razón es mucho más práctica: me aprieta como una soga en el cuello de un condenado. ¿Vamos, Guadalupe?

En ese momento la oficial Guadalupe Larbi, mi subordinada pero también amiga y confidente, madre de una niña de siete meses y ojos azabache a la que daba el pecho aún, se llevó las manos a la espalda, se levantó un poco la camiseta, se desabrochó el sujetador y se sacó la primera tira por la manga del brazo derecho y después la segunda por el brazo izquierdo. Hizo un gesto rápido y guardó su sujetador de lactancia en el bolsillo derecho de su pantalón.

—Vamos —dijo, sin darle importancia a su gesto solidario.

Por el camino hacia la sala de interrogatorios, tras despedirme de Rosario, miré a toda velocidad el informe de la autopsia. Lo que vi en sus páginas no sólo ratificaba una de mis intuiciones: también era un arma que no iba a privarme de utilizar.



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