La historia de Horacio by Tomás González

La historia de Horacio by Tomás González

autor:Tomás González
La lengua: spa
Format: epub
editor: 2017


IV.

Elías regresó a su casa con una tristeza sólida en el vientre, de la que brotaban tintas turbias como las de los pulpos. Aunque no le temía a su propia muerte —según él un nuevo nacimiento—, la posibilidad de la de Horacio lo abrumaba, pues sabía que su hermano no estaba preparado: luego de presenciar algún entierro aparatoso, Horacio soñaba con habitaciones llenas de coronas, por ejemplo, o que le hacían la autopsia, o que se extraviaba por los pasadizos sin fin de un cementerio.

«La muerte del hombre que se ha gastado bien, como leño al fuego, es apacible», escribió en su libreta. «Del cuerpo viejo y consumido, el alma se eleva como el sol por la mañana. Pero la de aquel que todavía está demasiado vivo es lo más horroroso que pueda presenciarse sobre la Tierra». Elías miró lo escrito y pensó que su estilo, tras casi cuarenta y cinco años de guerra constante, no se había desnudado lo suficiente de vueltas inútiles y adornos solapados. ¡Qué difícil había sido el camino en busca de la sencillez del lenguaje, en el que las palabras aparecieran con la naturalidad del musgo sobre las piedras!

Primero lo del Volkswagen y ahora este parto que casi acaba con todos. Bello y terrible es el desenvolverse del tiempo, pensó, y se disponía otra vez a escribir cuando repicó el teléfono y supo que era Margarita con las malas noticias. Contestó Beatriz, que al verle el miedo lo tomó de la mano, como para protegerlo, mientras escuchaba lo que le decían.

—¡No me digás…! Ajá… Ajá… —dijo Beatriz, y repitió el «ajá» lo que a Elías le pareció un millón de veces. Cuando por fin colgó dijo que sí, que era Margarita y que a Horacio acababa de darle un infarto.

Elías buscó donde sentarse.

Después de que todos se fueron, Horacio había empezado a quejarse de ahogo y dolor de esternón. Se había acostado, dormido un rato y lo había despertado una como estaca en el pecho. Empezó a rogar que llamaran al médico. Francisco Eladio llegó, lo examinó y se lo llevaron de inmediato a la clínica. Le dieron algo para bajarle el dolor y le hicieron un electrocardiograma. Sí. No había duda. Infarto.

—Pero ¿y qué le dicen en la clínica? —preguntó Elías.

—Que de este no se muere. Pero que tiene que cuidarse.

—¿Y él?

—Ahora está dormido. Pero Margarita dice que hace un rato se despertó, lloró un poquito y se volvió a dormir.

—¿Y Pacho Luis?

—Dice que todavía no se puede saber.

Elías, que hasta el día anterior llevaba diez días y dos horas sin fumar, sacó cigarrillos y fósforos de la mesa de noche, salió al corredor y se sentó en la mecedora a fumar y a mirar el árbol de naranja lima que había al lado de la fuente de baldosines árabes. La pequeña fuente, que Elías acostumbraba mirar y cuidar como a un ser vivo, le escupía al cielo un rumoroso —para él casi mudo— arbolito de agua. Tras la arboleda de guanábanos, naranjos y



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