La guerra de los dos mil años by Francisco García Pavón

La guerra de los dos mil años by Francisco García Pavón

autor:Francisco García Pavón [García Pavón, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1967-10-13T00:00:00+00:00


Capítulo XII

Tablado flamenco

Todas las noches salían de él los ingleses llorando.

Se veía a las damas color malva subirse a los automóviles con una lágrima malva a punto de desprendérsele de la punta de la nariz.

Se veía a los gélidos caballeros rubios poner en marcha los coches, con el cigarrillo completamente mojado con esa agua blanca con sabor de té que lloran los ingleses.

A nadie contaban de verdad lo que allí sucedía, pero unas gitanas por las esquinas del Madrid viejo anunciaban el tablado con suspiros de luto y aguardiente.

Alguien había visto entrar allí a media noche ataúdes cargados de guitarras, palillos y secretos burullos de esos pañuelos que se utilizan para tapar la boca de los muertos. Y enaguas almidonadas que se tenían de pie como cucuruchos de papel.

Se decía que allí había mujeres con los muslos de luto. Y siniestros gitanos sin vientre llevando entre el pecho y la cadera una faja de aire transparente.

Los zapatos de las bailadoras después de cada sesión se enterraban a la orilla del Manzanares y con las botas de los bailarines se estaba pavimentando un trozo de la Costanilla.

En la puerta, un lacayo de librea verde, calzón corto y medias rosas que saludaba inclinando la cabeza y alzando un coleto tieso con lazo negro como una cruz de ébano. Y como zaguán una larga galería de armaduras brillantes y cuadros con radiografías de guitarras. Se entraba sobre alfombras de terciopelo y de vez en cuando, a manera de callejón sin salida, había pasillos que al final explotaban con un espejo suntuoso y oscuro, en el que se veían confusas multitudes de otras generaciones, ya apagadas por la tierra. Había una alacena barroca con un gato ahorcado como único contenido y en el techo, pintado al fresco, grandes corros de curas que jugaban a la gallina ciega.

El salón del espectáculo estaba pintado de cal. Rejas negras, pájaros disecados, y unas sillas de peineta tan alta que sobrepasaban las cabezas de los ingleses más cuellilargos.

Antes de empezar el espectáculo todo eran susurros corteses y palabras discretas. Ingleses e inglesas, vestidos de etiqueta, tomaban whisky escocés en copas de manzanilla con rito anglicano. Lucían las joyas y las boquillas doradas del tabaco rubio de los millonarios.

Los camareros, de pasos silentes y frac rígido hacían envaradas reverencias y cobraban en cheques sobre bandejas de plata. A veces, junto a las copas de whisky, servían a las damas más delgadas y empolvadas, ramilletes de violetas y crisantemos.

El tablado estaba ornado con paños funerales y coronas con cintas ofertivas escritas con purpurina. A las doce en punto salían los flamencos y las flamencas que se sentaban en sillas altas formando un corro de unas veinte personas. Los guitarristas en el centro. Los machos, estáticos, con las palmas de la mano sobre la tabla de los muslos. Las hembras dando palmitas, calladas y menudas.

Los vestidos de las hembras son de lunares, cada lunar es un ojo grande, lunado, que de cuando en cuando remenea el párpado. Los rizos de las camisas de ellos son como las rúbricas de Fernando VII.



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