La furia del silencio by Carlos Dávalos

La furia del silencio by Carlos Dávalos

autor:Carlos Dávalos
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788426407900
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2021-01-07T00:00:00+00:00


4

Dos días antes de que Fujimori diera el golpe me quedé dormido en clase de educación física. Esa semana nos había tocado gimnasio y luego de haber estado saltando y haciendo estiramientos, el profesor Lemus nos dijo que podíamos coger los guantes de box que estaban en un baúl. Era un hombre viejo, arrugado y con muchas canas que había trabajado como profesor durante mucho tiempo. Ese era su último año y siempre que nos hablaba ponía un énfasis especial en el hecho de su inminente retiro. Decía que antes de hacernos mayores debíamos aprender las técnicas de boxeo para defendernos en el futuro. Lemus parecía uno de esos entrenadores que se veían en las peleas que ponían en televisión: siempre iba con pantalón deportivo, toalla al cuello y una gorra en la cabeza. Cuando hacíamos las cosas mal, gritaba y se enfadaba, muy enérgico, pero luego terminaba sentado en una esquina, tomando aire y recuperando oxígeno. El último viernes antes del golpe de Estado nos puso en línea frente al saco de boxeo y nos dio instrucciones para golpear el armatoste. La cosa esa pesaba mucho y casi ni la movíamos. Lemus me dijo que la abrazara y tirara mi peso hacia delante, que así se entrenaba el boxeo de verdad. Le hice caso, pero al tercer puñetazo, me quedé dormido de pie, abrazando el saco mientras el resto de mis compañeros iban pasando frente a mí para golpearlo. Me desperté cuando Lemus se puso los guantes para explicarnos cómo se debía dar un golpe. Su puñetazo removió el saco y caí para atrás. Escuché las risas de todos mientras soñaba.

—A ver, Lescano, no hemos venido aquí a dormir. ¡Póngase de pie!

Me dio un par de guantes y me dijo que lo intentara. Traté de golpear el saco lo más fuerte que pude, pero apenas se movió.

—¡Qué pasa, Lescano, no ha tomado usted desayuno!

Cuando la clase acabó, fuimos para los vestidores. Lemus decía que debíamos ducharnos y que nadie podía regresar sudoroso a clase.

—¿Vas a venir a mi casa mañana? No te olvides de que es mi cumpleaños.

Sebas Almeida me hablaba desde la ducha. Estaba con una toalla sobre su cuerpo mojado. A su lado estaba Lucho Salcedo y al otro Perico Soler.

—Yo si voy —dijo Perico.

—Y yo —dijo Salcedo.

Al día siguiente, sábado, Rómulo me dejó en casa de Sebas Almeida, un departamento muy cerca del óvalo Gutiérrez, en el límite de Miraflores y San Isidro. Mamá se había encargado de comprar un presente que había envuelto en papel de regalo. Toqué el timbre y una señora me abrió la puerta: era la madre de Sebas. Estaba sonriendo. Detrás apareció Sebas con serpentinas alrededor del cuello.

—¡Feliz cumpleaños! —le dije y le entregué su regalo.

La mamá de Sebas me había dado un beso en la mejilla y me hizo pasar. Era una mujer bastante guapa que iba vestida con unos pantalones acampanados y botas negras de cuero. En el salón había algunos compañeros de clase. También unos cuantos señores sentados en un rincón del salón.



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