La furia de las pestes by Samanta Schweblin

La furia de las pestes by Samanta Schweblin

autor:Samanta Schweblin [Schweblin, Samanta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T00:00:00+00:00


La medida de las cosas

DE ENRIQUE DUVEL sabía que era rico por herencia y que, aunque a veces se lo veía con algunas mujeres, todavía vivía con la madre. Los domingos daba vueltas a la plaza en su auto descapotable, sin mirar ni saludar a ningún vecino, y así desaparecía hasta el fin de semana siguiente. Yo tenía la juguetería que había heredado de mi padre, y un día lo sorprendí en la calle, mirando con recelo la vidriera de mi negocio. Se lo comenté a Mirta, mi mujer, que dijo que quizá yo lo había confundido con otra persona. Pero después ella misma lo vio. Se detenía algunas tardes frente a la juguetería y miraba la vidriera un rato. La primera vez que entró lo hizo sin la menor convicción, como avergonzado y no muy seguro de lo que buscaba. Se acercó hasta el mostrador y revisó desde ahí las estanterías. Esperé a que hablara. Jugó un momento con el llavero del auto y al fin pidió el modelo de un avión a escala para armar. Regresó varios días después por el modelo que le seguía. En visitas sucesivas incorporó a la colección coches, barcos y trenes. Comenzó a pasar todas las semanas, y cada vez se llevaba algo. Hasta que una noche, cuando yo cerraba las persianas del negocio, lo encontré afuera, solo frente a la vidriera. Temblaba, tenía la cara roja y los ojos llorosos, como si hubiera estado llorando, y parecía algo asustado. No vi su auto y por un momento pensé que se lo habían robado.

—¿Y el coche, Duvel?

Hizo un gesto confuso.

—Es mejor si me quedo acá —dijo.

—¿Acá? ¿Y su madre? —Me arrepentí de mi pregunta, temí haberlo ofendido, pero dijo:

—No quiere volver a verme. Se encerró en la casa con todas las llaves. Dice que no va a abrirme nunca más y que el auto también es de ella. Mejor si me quedo acá —repitió.

Pensé que Mirta no iba a estar de acuerdo, pero le debía a ese hombre casi el veinte por ciento de mis ganancias mensuales y no podía echarlo.

—Pero acá Duvel… Acá no hay dónde dormir.

—Le pago la noche —dijo. Revisó sus bolsillos—. Acá no traigo plata… Pero puedo trabajar, seguro hay algo que yo pueda hacer.

Dejarlo que se quedara me parecía una mala decisión, pero lo hice pasar. Entramos a oscuras. Cuando encendí las luces, las vidrieras le iluminaron los ojos. Algo me decía que Duvel no dormiría en toda la noche y temí dejarlo solo. Se erguía entre las góndolas una gran pila de cajas que habían llegado a última hora y no había podido ordenar, y aunque encargárselas podía ser un problema, pensé que al menos lo mantendrían ocupado.

—¿Podría ordenar las cajas?

Asintió.

—Yo expongo todo mañana, sólo hay que separar los artículos por rubro —me acerqué a la mercadería y él me siguió—, los rompecabezas con los rompecabezas, por ejemplo. Se fija dónde están y lo acomoda todo junto, ahí, detrás de los estantes. Y si…

—Entiendo perfectamente —me interrumpió Duvel.



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