La entrometida by Muriel Spark

La entrometida by Muriel Spark

autor:Muriel Spark [Spark, Muriel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1981-01-01T00:00:00+00:00


7

Tengo la impresión de haber estado sintonizando sin oír realmente las voces, como sucede cuando en la radio pasamos de una emisora a otra. Había mucha actividad en Hallam Street. Eric Findlay y Dottie se unieron contra la señora Wilks. Una mañana llegaron juntos, mientras sir Quentin había ido a la Oficina de Racionamiento Zonal para tratar inútilmente de obtener raciones adicionales de té y azúcar para la Asociación. Recuerdo con claridad que en esa ocasión Dottie me hizo una pregunta que no venía al caso: si había tenido noticias de mi editor. Le dije que había recibido una nota acusando recibo de las pruebas corregidas y que estaba esperando la publicación. La respuesta de Dottie fue: «¡Ah!».

Otro día, llegó la señora Wilks con sus tonalidades pastel, sus velos y un paraguas mojado de color violeta que se negó a darle a Beryl Tims. Había perdido su aspecto de mujer gorda y alegre. La última vez que la había visto, noté que estaba perdiendo peso, pero ahora era evidente que estaba muy enferma, o bien que seguía algún régimen. Tenía la cara maquillada y reseca, lo que le alargaba demasiado la nariz. Los ojos parecían más grandes y tenían una expresión extraviada. Me exigió que en las actas cambiase el nombre de señora Wilks por el de señorita Davids, explicándome que desde ese momento debía figurar de incógnito porque los trotskistas estaban designando agentes por todo el mundo para localizarla y asesinarla. Recuerdo que sir Quentin entró en el momento en que deliraba de este modo y me envió a buscar algo. Cuando volví, la señora Wilks se había ido y sir Quentin estaba arrellanado en su sillón, con los ojos entrecerrados, un hombro algo volcado hacia delante y las manos entrelazadas en actitud de plegaria. Iba a preguntarle qué le pasaba a la señora Wilks, cuando él comentó:

—La señora Wilks se ha excedido con el ayuno. —Dicho esto pasó a otro tema.

Sir Quentin siempre estaba a la defensiva cuando se refería a su pequeño rebaño. Un día, por esta época, le hice un comentario desdeñoso sobre el padre Egbert Delaney, que se había quejado por teléfono de la presencia de Edwina en las reuniones. Sir Quentin contestó con aire solemne:

—Uno de sus antepasados luchó en la batalla de Bosworth.

Ahora que me había quitado de las manos las autobiografías, mi trabajo en su casa tenía que ver casi exclusivamente con sus asuntos privados y de negocios, por otra parte perfectamente normales. Me dictaba cartas superfluas para viejas amistades, algunas de las cuales sospecho que no enviaba, porque a menudo las dejaba aparte para firmarlas y enviarlas él mismo. Estaba segura de que intentaba transmitirme una imagen de normalidad. Yo suponía que tenía intereses en Sudáfrica, porque escribía cartas relacionadas con eso. Se ocupaba mucho de su casa de veraneo en Grasse, que había sido ocupada por alemanes durante la guerra. Lo único que le importaba era saber por qué clase de alemanes.

—Miembros del Alto Mando y de la Vieja Guardia, sin duda —decía.



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