La emperatriz amarga by Manuel Francisco Reina

autor:Manuel Francisco Reina [Reina, Manuel Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2010-04-22T16:00:00+00:00

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Mi esposo y primo Adriano se esforzó en tratar de hacerme disfrutar aquella segunda noche nuestra con sus avezadas habilidades amatorias, como tratando de demostrar que podía ser un buen amante para mí. No entendía, el pobre, que nada podía hacérmelo hermoso ni deseable, ni gozoso, después de nuestra primera noche juntos, perteneciendo como pertenecía además mi corazón a otro hombre. Tampoco las circunstancias de aquella entrega eran voluntarias y, gélidamente, con una frialdad desconocida de mis encuentros con mi verdadero amor, Junio, en quien no podía dejar de pensar, desalenté cada gesto de pasión de Adriano, espléndido en sus proporciones y hermosura, pero odiado por sus intenciones y maneras. Mi pasividad, fruto de la asunción de mi condena y mi pesar, le desanimaron tanto que apenas pudo poseerme, desmoralizado por mi indolencia, y comenzaron, de nuevo, aquellos gestos de violencia y humillación, los golpes e insultos hacia mí, que le devolvían el vigor perdido por mi desafecto. No recuerdo cuánto estuvimos juntos, ni la cantidad de malos tratos e improperios, de gestos desagradables y palabras que me dedicara, ajena de mi cuerpo y de mi vida, inmersa en el infortunio de la desdicha de mi amado. El ruido de las calles lo envolvía todo, como una jauría en celo de gatos y perros rabiosos, enardecidos por la madrugada de la maldita festividad de Saturno, como en la noche de mis nupcias la algarabía de los comensales coreaban mi desventura sin saberlo. Adriano estaba dentro de mí, a punto de derramarse de nuevo, insultándome con rudos modos y maneras, con expresiones gruesas, sin conseguir arrancarme una queja, un grito, una palabra, como no consiguiera antes obtener un gemido, un suspiro, un elogio de placer. Que si bien había ganado mi cuerpo, no lograría la gloria de que yo colaborase en su triunfo, ni enardeciera su logro, lo que le desconcertaba, aún más, acostumbrado como estaba a la loa y el halago, a que muchas y muchos se dejasen ganar para gozar de sus notables atributos que yo nunca ambicioné ni con curiosidad ni con deseo. Sólo salvar a mi amante y legitimar a mi hijo me sostenía.

Una sombra pasó tras de mi henchido esposo, enajenado en su labor en mí, y enarboló un busto de la diosa Cibeles que me había regalado la Emperatriz Plotina, y del que hubiera querido deshacerme hacía mucho de no ser por no contrariar a la diosa, y lo vi estrellarse contra su nuca, dejándolo sin sentido sobre mi cuerpo como un peso inerte. Por un momento pensé que algún malhechor aprovecharía su descuido y aquella noche para acabar con nuestras vidas, y no me importó. Resultó ser, sin embargo, Junio, por quien mi vida se escapaba en cada aliento, sin saber cómo acabaría la velada para él, a merced del Emperador por decisión de los dioses y mi cónyuge ahora sin sentido. Era mi amante Junio, con unos ojos enloquecidos como de fiebre, los que vi apartar el cuerpo inconsciente, como si estuviese muerto, de mi marido.

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