La clave secreta del universo by Lucy Hawking & Stephen Hawking

La clave secreta del universo by Lucy Hawking & Stephen Hawking

autor:Lucy Hawking & Stephen Hawking [Hawking, Lucy & Hawking, Stephen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 2007-04-06T16:00:00+00:00


* * *

Al acabar la tarde, los chicos habían dado varios sustos de muerte a unas cuantas personas de su pequeña ciudad. Habían rociado a una anciana con agua teñida disparándole con una pistola de agua; habían cubierto de harina de color lila a un grupo de niños y habían tirado petardos bajo un coche aparcado, cuyo dueño creyó que lo habían volado por los aires. Habían armado tanto lío como les había sido posible en todas y cada una de esas ocasiones, y luego habían puesto pies en polvorosa antes de que nadie pudiera atraparlos.

Llegaron a las afueras de la ciudad, donde las casas empezaban a estar más desperdigadas. En vez de calles estrechas con hileras de casitas apretujadas, los edificios eran cada vez más grandes y estaban más separados. Las casas de aquella zona poseían extensos jardines con césped delante de ellas, setos enormes y caminos de gravilla que crujía bajo los pies. Oscurecía, y algunas de aquellas mansiones, con sus ventanas oscuras, sus columnas y sus enormes portaladas de entrada, empezaban a adoptar un aspecto bastante fantasmagórico a la luz del anochecer. No había luz en casi ninguna de ellas y todo estaba muy tranquilo, por lo que la pandilla ni siquiera se molestó en llamar a los timbres. Estaban a punto de dar el día por finalizado cuando llegaron a la última casa de la ciudad, una casona llena de recovecos, torrecillas, estatuas medio deshechas y puertas de hierro con enormes bisagras. Todas las ventanas de la planta baja estaban iluminadas.

—¡La última! —anunció Ringo, alegremente—. Venga, hagámosla buena. ¿Trastadas preparadas?

Los demás comprobaron la provisión de armas para sus trastadas y lo siguieron por el camino cubierto de hierbajos. Sin embargo, al acercarse a la casa empezaron a percibir un extraño olor a huevos podridos que fue intensificándose.

—¡Uf! —exclamó el diablo gigantón—. ¿Quién ha sido?

—¡Yo no! —dijo Granos, con voz chillona.

—Quien tenga las manos rojas —dijo Ringo, en un tono muy poco amistoso.

El olor empezaba a ser tan penetrante que se hacía difícil respirar. Al llegar junto a la puerta, cuya pintura se estaba desconchando, el aire se espesó y se volvió grisáceo. Ringo se adelantó y apretó el gigantesco timbre de la puerta, tapándose la boca y la nariz con la mano. El timbre emitió un lúgubre y lastimero sonido metálico, como si no se usara demasiado. Para sorpresa del chico, la puerta se abrió apenas unos centímetros y unos zarcillos de humo, amarillentos y grises, escaparon por el estrecho resquicio.

—¿Sí? —preguntó una voz desagradable, aunque extrañamente conocida.

—¿Dulce o trastada? —preguntó Ringo, con voz ronca, pues casi no podía ni hablar.

—¡Trastada! —gritaron, abriendo la puerta de par en par.

Antes de que unas nubes enormes de apestoso humo gris amarillento salieran por la puerta abierta, el chico atisbó por un fugaz instante a un hombre con una vieja máscara antigás en el portal, aunque enseguida desapareció de su vista.

—¡Corred! —gritó Ringo.

La pandilla no necesitó que se lo dijeran dos veces, los chicos ya habían dado media vuelta y retrocedían como alma que lleva el diablo abriéndose paso a través de la espesa niebla.



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