La casa Tellier (Edición ilustrada) by Guy de Maupassant

La casa Tellier (Edición ilustrada) by Guy de Maupassant

autor:Guy de Maupassant [Maupassant, Guy de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1904-01-01T00:00:00+00:00


Hizo una señal afirmativa, se acercó a su marido, que seguía sollozando de rodillas, y lo alzó por un brazo, al tiempo que el señor Chenet lo levantaba del otro. Empezaron por sentarlo en una silla; su mujer, besándole en la frente, le echó un pequeño sermón. El oficial de Sanidad apoyaba sus razonamientos, le recomendaba entereza, valor, resignación; en fin, todo lo que nadie tiene en las desgracias fulminantes. Cuando ya no tuvieron nada que decir, volvieron a cogerlo del brazo y se lo llevaron.

Lagrimeaba, como un muchacho grande, con hipos convulsivos, desmadejado, con los brazos colgantes y las piernas flojas; bajó la escalera sin darse cuenta, moviendo maquinalmente los pies.

Lo dejaron en el sillón que ocupaba siempre para comer, frente a su plato casi vacío, que aún tenía la cuchara metida en un resto de sopa. Y allí se quedó, sin moverse, con la mirada clavada en su vaso, tan entontecido que ni pensar podía.

En un rincón del comedor hablaba la señora Caraván con el médico: se enteraba de las formalidades que había que llenar, pedía informes prácticos. El señor Chenet, que parecía estar esperando algo, acabó por coger su sombrero y se despidió diciendo que no había cenado. Ella exclamó entonces:

—Pero cómo, ¿no ha cenado usted? Quédese, doctor; quédese. Se le servirá de lo que hay, porque ya supondrá que nosotros no estamos para comer gran cosa.

Rehusó, excusándose; ella insistió:

—Quédese, se lo ruego. En momentos como éste, se agradece la compañía de los amigos. Además, tal vez usted consiga que mi marido se consuele un poco. Está muy necesitado de que le den ánimos.

El doctor asintió con la cabeza, y dejó el sombrero encima de un mueble.

—Siendo así, acepto, señora.

Dio ella instrucciones a Rosalía, que estaba como desatinada, y tomó asiento a la mesa, según dijo, «para hacer que comía, y acompañar al doctor». Se volvió a servir la sopa fría. El señor Chenet aceptó otro plato. Vino después una fuente de cuajada a la lionesa, que esparció un aroma de cebolla, decidiéndose la señora Caraván a probarla.

—Está sabrosísima —dijo el doctor.

La señora se sonrió:

—¿Verdad que sí? —se volvió hacia su marido para decirle—: Haz por comer un poco, mi pobre Alfredo, aunque sólo sea para echar alguna cosa al estómago. Piensa en que tienes que velar.

Caraván alargó dócilmente el plato, lo mismo que se habría metido en cama si se lo hubiesen pedido, obedeciendo en todo, sin resistencia y sin reflexión. Y comió.

El doctor se sirvió a sí mismo por tres veces: la señora Caraván pinchaba de cuando en cuando con su tenedor una buena presa, y la engullía con calculado descuido.

Cuando sacaron una ensaladera rebosante de macarrones, murmuró el doctor:

—¡Caramba!… Esto parece cosa buena.

La señora Caraván no dejó esta vez a nadie sin servir. Llenó hasta los platillos en que metían sus dedos los niños, y éstos, sin nadie que se ocupase de ellos, bebían vino puro y se acometían a puntapiés por debajo de la mesa.

El señor Chenet trajo a colación el gusto de Rossini por este plato italiano.



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