Isabel de Habsburgo by Yolanda Scheuber

autor:Yolanda Scheuber [Scheuber, Yolanda]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2010-05-04T16:00:00+00:00

VIII

LOS REYES DE DINAMARCA

Años del Señor de 1517 y de 1518.

La muerte de Dyveke sumió a mi esposo en la más profunda desesperación. Y la muerte de Torben Oxe, ordenada por él enceguecido por el odio y sin ningún miramiento, indignó a la nobleza que suplicó a través del Concejo real que le perdonara la vida. No conforme con aquella ejecución, antes de que terminara aquel trágico año de 1517, ordenó también que uno de los consejeros noruegos del reino, Canuto Canutson, fuera llevado al cadalso y todos sus bienes confiscados, solo por haber escrito a los consejeros suecos en épocas del rey Juan I cartas que mi esposo sostenía habían incitado a los suecos a la rebelión contra él. Y para que la gota de la vehemencia hiciera derramar el vaso de la violencia, en aquellos días, también el rey Segismundo I de Polonia había enviado a sus embajadores para hacerle presente algunas quejas al rey de Dinamarca, pero mi esposo, turbado por los acontecimientos, sin ningún miramiento, mandó prender a los dignatarios polacos y ordenó que los arrojaran al mar… Mi esposo no podía resistir el ímpetu de sus pasiones y solo se hallaba conforme cuando hacía cumplir su voluntad a través del rigor. La inflexibilidad de su corazón lo turbaba a tal extremo, que yo no sabía qué hacer para ayudarlo. Era incuestionable para todos que después de la muerte de Dyveke, Cristian II estaba sufriendo un derrumbamiento total. Sin paliativos, como un estruendo, casi un agravio, mi esposo a diario daba muestras de su impaciencia, perdía el control cuando la recordaba y arrojaba al suelo lo que tuviera entre sus manos, una silla, una carta, una jarra o un libro…

Dos meses habían transcurrido desde que muriera Dyveke y que el rey no hubiera vuelto a dormir conmigo en el lecho. Lecho que pocas veces habíamos compartido desde mi llegada a Dinamarca.

Decidida a cumplir con mi papel de reina, para el cual había sido elegida, traté de ir influenciándolo como el médico que cura al enfermo no solo con remedios, sino también con palabras que pusieran serenidad en su ánimo y armonía en sus relaciones. El rey interpretó mi mensaje, pero no hizo nada por aquellos días que me demostrara que estaba cambiando. Yo pensé que tal vez el tiempo me daría la razón.

Recuerdo una mañana cuando entré al mayor de los salones y lo encontré sollozando con su cabeza apoyada entre sus manos sobre la mesa. Las altas bóvedas sumergidas aún en la oscuridad le daban un contorno trágico y al escucharme me llamó por mi nombre.

—Venid, Elisabeth —su voz sonaba rota de dolor.

Avancé despacio, consciente de que me escudriñaba. Con sus ojos fijos en los míos lo acompañé silenciosa en el recorrido y supe con exactitud cuánto estaba sufriendo.

Dominando la crispación de su rostro, recuerdo que me dijo:

—Sentaos a mi lado.

Hizo un ademán por incorporarse pero no pudo y yo imaginé que iba a hablarme de su dolor. Entonces le dije con ternura:

—Algún día deberéis comprender que entre Dyveke y vos todo ha terminado.

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