Fortuna by Hernán Díaz
autor:Hernán Díaz [Díaz, Hernán]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-03T00:00:00+00:00
4
La cola empezó a moverse. Como nos admitÃan en grupos, en vez de ir avanzando lentamente cada cinco o diez minutos dábamos varios pasos. HabÃa algo exageradamente liberador en aquellas breves caminatas. A medida que llegábamos a la entrada, vi que varias candidatas entraban en el edificio pero ya no volvÃan a salir. Di por sentado (y más tarde confirmé) que las debÃan de hacer salir por una puerta trasera, seguramente para evitar que las que ya habÃan terminado nos contaran algo.
Si la mayorÃa ya habÃamos estado calladas durante la espera, cuanto más nos acercábamos a la puerta, más extremo era el silencio. Estábamos solas. Y aunque en el aire no flotaba sensación alguna de hostilidad, nos enfrentábamos las unas con las otras.
El portero, que llevaba un emblema de hojalata de Inversiones Bevel como si fuera una medalla, contó hasta doce señalándonos las cabezas con el Ãndice mientras nos dejaban entrar en recepción. Nos dijeron que esperáramos junto a un escritorio. Las paredes de mármol verde desaparecÃan en dirección a un techo remoto. Lo que no estaba hecho de piedra estaba hecho de bronce. Nada brillaba pero todo emitÃa un resplandor pálido. Los sonidos tenÃan una cualidad táctil, y todas hacÃamos lo posible para no contaminar aquel espacio con nuestros objetos audibles. Detrás del escritorio apareció un hombre y, tal como habÃa hecho el portero, nos fue señalando una por una con su bolÃgrafo. Entendimos que querÃa saber cómo nos llamábamos. «Ida Prentice», dije, sintiendo que se me ruborizaban las mejillas como siempre que usaba aquel nombre falso.
A las dos mujeres de más edad de nuestro grupo, y también a una chica joven y regordeta, les enseñaron una salida lateral; a las demás nos llevaron a un ascensor.
Nos dejaron salir en la planta quince o diecisiete. Al contemplar la cuadrÃcula de calles llenas de coches diminutos y silenciosos, el rÃo con sus remolcadores y, más allá, los muelles y el humilde perfil de Brooklyn, me di cuenta de que nunca habÃa estado a aquella altura. Desde allà arriba la ciudad se veÃa limpia y silenciosa. Más tarde me enterarÃa de que el edificio tenÃa setenta y un pisos.
Se abrieron unas puertas dobles que habÃa al fondo de la recepción para revelar un recinto amplio, saturado del traqueteo furioso y preciso de las máquinas de escribir y de un olor oscuro y oleoso a tinta. Todas las empleadas eran mujeres. Aunque yo habÃa trabajado en algunas salas de secretarias, ninguna se acercaba en envergadura a la que ahora tenÃa delante. Cuesta recordar las cifras exactas, pero debÃa de haber por lo menos seis hileras de unos ocho escritorios cada una. Y en cada uno de ellos, una chica más o menos de mi edad, con la cabeza ligeramente ladeada para ver mejor la página que estaba copiando. De hecho, el tronco entero estaba ladeado hacia la derecha, disociado de las manos, que permanecÃan centradas. El centro era la máquina de escribir.
Nunca habÃa visto a tantas mujeres trabajando bajo el mismo techo.
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