Fahrenheit 451 (Trad. Francisco Abelenda) by Ray Bradbury

Fahrenheit 451 (Trad. Francisco Abelenda) by Ray Bradbury

autor:Ray Bradbury [Bradbury, Ray]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1953-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Cada vez que apoyaba la pierna, una carga de pólvora le estallaba dentro, y pensaba: eres un tonto, un condenado tonto, un terrible tonto, un idiota, un terrible idiota, un condenado idiota, y un tonto, un condenado tonto. Mira lo que has hecho, y no sabes dónde está el estropajo. Mira lo que has hecho. Orgullo, maldita sea, y mal humor, y lo ensuciaste todo. Desde un principio vomitaste sobre los demás y sobre ti mismo. Y todo de una vez, una cosa sobre otra. Beatty, las mujeres, Mildred, Clarisse, todo. No hay excusas, no hay excusas. Un tonto, un condenado tonto. Puedes darte por vencido.

No, salvaremos lo que se pueda, haremos lo que quede por hacer. Si tenemos que quemar, arrastremos a unos pocos más con nosotros. ¡Ah!

Recordó los libros y regresó. Por si acaso.

Encontró unos pocos donde los había dejado, junto a la cerca. Mildred, bendita fuese, los había pasado por alto. Cuatro libros estaban aún en su sitio. Unas voces sollozaban en la noche, y los rayos de unas linternas se paseaban por las cercanías. Otras Salamandras rugían, muy lejos, y las sirenas de los coches policiales atravesaban la ciudad.

Montag tomó los cuatro libros que quedaban y se fue cojeando, sacudiéndose, cojeando callejón abajo. De pronto cayó, como si le hubiesen cortado la cabeza y sólo el cuerpo estuviese allí tendido en el callejón. Algo en su interior lo había obligado a detenerse, arrojándolo al suelo. Se quedó donde había caído y sollozó, con las piernas recogidas, la cara apretada ciegamente contra la grava.

Beatty quería morir.

En medio del llanto, Montag supo que así era. Beatty había querido morir. Se había quedado allí, sin moverse, sin tratar realmente de salvarse, bromeando, charlando, pensó Montag. Ese pensamiento bastó para que dejara de llorar y se detuviese a tomar aliento. Qué extraño, qué extraño, tener tantas ganas de morir. Permitir que un hombre vaya armado, y luego, en vez de callarse y cuidarse, seguir gritando y burlándose, y luego…

A lo lejos, unos pies que corrían.

Montag se sentó. Salgamos de aquí. Vamos, levántate, levántate, ¡no puedes quedarte sentado! Pero lloraba de nuevo y había que acabar con eso de una vez por todas. Ya estaba mejor. No había querido matar a nadie, ni siquiera a Beatty. Las carnes se le retorcieron y encogieron, como si se las hubiesen metido en un ácido. Sintió náuseas. Veía aún a Beatty, una antorcha que se agitaba en la hierba. Se mordió los nudillos. Lo siento, lo siento, oh Dios, lo siento…

Trató de volver a unir todas las cosas, de regresar a la vida normal de hacía unos pocos días, antes del tamiz y la arena, el dentífrico Denham, aquella mariposa en el oído, las luciérnagas, las alarmas y viajes. Demasiado para tan pocos días, demasiado en verdad para una vida entera.

Unos pies corrían en el extremo del callejón.

—¡Levántate! —se dijo a sí mismo—. ¡Maldita seas, levántate! —le dijo a la pierna.

Se incorporó. El dolor era ahora unos clavos en la rodilla, y



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