El viaje de Tanaka by David Cantero

El viaje de Tanaka by David Cantero

autor:David Cantero [Cantero, David]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2014-03-31T16:00:00+00:00


Señorita Tanaka, si en algún momento se extravía, si por alguna razón nos separáramos, mantenga la calma y camine hacia el sur, busque la orilla del lago y rodéela, así siempre llegará al complejo del parque…

Mei lo miró un instante y lo tranquilizó con un gesto, no tenía intención de separarse un solo instante de él. Por nada del mundo.

Caminaron y caminaron alejándose cada vez más del poblado y el refugio de Hayao. Cualquier signo de humanidad fue quedando atrás, la vida allí adentro era otra cosa. A pesar del malestar y los dolores que de tanto en tanto la asediaban, de lo fatigoso que en algunos tramos le resultaba avanzar, Mei resistía con estoicismo, sin emitir apenas un lamento. Oboshi iba siempre delante, muy atento a su rémora, cada poco giraba la cabeza y le hacía un gesto, como preguntándole «¿todo bien?». Ella intentaba sonreír y asentía, aunque luego se mordiera los labios de dolor, aunque a veces las lágrimas le emborronaran la mirada. Cuando no lo soportaba más tomaba una pastilla. Por fortuna eran eficaces. Lo que más le dolía de todo eran los pies y eso tenía mal remedio.

Las primeras jornadas transcurrieron pesadas, serenas y monótonas, sin ningún sobresalto, aunque agotadoras. Se alzaban antes del alba, desayunaban, rehacían los petates y apagaban bien los restos de la hoguera. El agua no escaseaba precisamente, todo el territorio que recorrían estaba constantemente surcado por riachuelos, lleno de manantiales y lagunillas de agua purísima y cristalina. Cada mañana Oboshi llenaba las cantimploras, también su jarra de aluminio, y vertía con ella agua sobre los rescoldos levantando una nube de vapor y cenizas. Entonces se arrodillaba, agachaba la cabeza y rezaba uniendo las palmas de las manos. A veces a Mei le pareció que el mudo susurraba incomprensibles palabras. Luego emprendían de nuevo el camino.

Avanzaban con lentitud pero con firmeza adentrándose más y más kilómetros en esa tierra ignota de colinas salvajes y volcanes apagados. Caminaban durante las horas en que los acompañaba la luz del día, parando de vez en cuando a reponer fuerzas. Justo poco antes de que se pusiera el sol buscaban un buen lugar y montaban el campamento. Recogían hojas y ramas secas y con extremo cuidado encendían una hoguera. Ese instante, el del reposo junto al fuego tras la penosa caminata, se convirtió en el mayor placer cotidiano para Mei. Soltar lastre, quitarse las botas, masajear los pies, refrescarse, lavarse y cenar era algo maravilloso. Qué bello era sentir algo así, experimentar un placer tan simple y primitivo. Una vez saciadas la sed y el hambre, y ¡qué hambre!, nunca había tenido un apetito tan acuciante ni tan sano, se dejaba caer, desplomada, derribada. Era delicioso tumbarse, desperezarse, estirarse bien y bostezar con ganas, recolocar sus maltrechos huesos, sentir cómo cada músculo se iba relajando. Meterse en el saco, reposar la cabeza sobre el pequeño cojín que robó del tren, posar su exhausto cuerpo sobre la delgada colchoneta, dejarse ir. Mirar el jugueteo de las llamas



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