El perro del extraño rabo by Mercedes Ballesteros

El perro del extraño rabo by Mercedes Ballesteros

autor:Mercedes Ballesteros [Ballesteros, Mercedes]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1953-01-01T00:00:00+00:00


IX

Llevábamos más de quince días en Anzio cuando tante nos llamó al orden para censurar lo que ella llamaba nuestra conducta «poco menos que volteriana».

—No habéis recibido el sacramento de la confesión ni una sola vez, que yo sepa.

—El caso es que… hemos pecado poco —razonó Arturo haciendo frente a la situación en un tono que yo juzgué ligeramente teñido de soberbia.

—¡Poco! ¡Poquísimo! —se escandalizó tante—. Está el mundo tan corrompido que todavía le parece que no peca bastante. ¡Poco!

Se incorporó en su butaca, buscando los impertinentes que tenía en una mesita al alcance de la mano, y nos miró a través de sus cristales como puede mirar una dama puritana a unos malvados que apalean a un gato.

—¿Y tú? —se dirigía a mí en voz aguda y colérica—. ¿Tú tampoco has cometido ninguna falta?

Nunca tante Marina me había hablado tan duramente. Ni tante ni nadie. Sentí que podía echarme a llorar de un momento a otro, y tal posibilidad me irritaba y me cortaba el aliento.

—¡Contesta!

—El que esté libre de culpa que tire la primera piedra —fue la única respuesta que se me ocurrió para arreglar las cosas.

—¿Qué dices? ¿Pero qué has dicho? ¿Pero te crees que puedes hablar así a tu tía?

—Perdona, tante —intervino Arturo—; pero debes creernos. Desde que estamos aquí hemos pecado poquísimo, como quien dice nada. En casa pecábamos más porque, como es natural, teníamos más confianza.

—Sí —agregué yo, que encontraba el razonamiento muy en su punto—. No se puede pecar mucho en una casa donde no se tiene confianza. En Madrid dábamos malas contestaciones, hurtábamos…

—¿Eh? ¿Qué hurtabais? ¿Qué estáis diciendo?

—Hurtábamos lápices —aclaró Arturo—. Sólo lápices.

Tante se levantó de su butaca y volvió a mirarnos a través de los impertinentes. Sin ser demasiado alta llevaba la cabeza tan erguida sobre su cuello emballenado, que podía aparentar un porte y una altivez impresionantes. Era la imagen de la Justicia dispuesta a castigar la depravación y el vicio.

Estaba trepidante, como un automóvil con el motor en marcha antes de arrancar. Los dijes de sus pulseras tintineaban como diminutas campanillas, y una gruesa cadena de oro brincaba sobre el muaré de su pecho agitado por santa cólera. Recordamos al verla la información que nos habían dado nuestros hermanos sobre ella, y que habíamos tomado por insidiosa. «Es una vieja iracunda», nos habían dicho.

—La maldad no consiste sólo en hacer el mal a sabiendas, sino en confundir el bien con el mal. Eso fue lo que perdió a Babilonia.

La oratoria tiene siempre el poder de impresionar a las masas, y aunque las masas, en aquel caso, fuésemos únicamente mi hermano y yo, empezábamos a sentirnos impresionados y culpables. Parecía que, de un momento a otro, iba a comenzar a caer el fuego del infierno sobre nuestras cabezas.

—Mañana temprano iréis a confesaros.

—No sabemos los nombres de los pecados en italiano —dijo Arturo.

—En la gramática que estudiamos —apoyé yo— no vienen pecados.

—No importa; os podéis confesar con el padre Carrasco, un benedictino colombiano.

—¡No! —rugimos a un tiempo mi hermano y yo.

Al



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