El perro de los Baskerville by Arthur Conan Doyle

El perro de los Baskerville by Arthur Conan Doyle

autor:Arthur Conan Doyle
La lengua: spa
Format: epub
editor: Nórdica Libros
publicado: 2013-04-07T16:00:00+00:00


El mayordomo nos miró con aire desvalido, y se retorció las manos como alguien que ha alcanzado el límite de la duda y del sufrimiento.

—No hacía nada malo, señor. Únicamente estaba delante de la ventana con una vela encendida.

—Y ¿por qué estaba usted delante de la ventana con una vela encendida?

—¡No me pregunte eso, sir Henry, no me lo pregunte! Le doy mi palabra de honor de que el secreto no me pertenece y no puedo revelarlo. Si solo me concerniera a mí, no trataría de ocultárselo.

De repente se me ocurrió una idea y cogí la vela del alfeizar donde la había dejado el mayordomo.

—Seguramente la utilizaba como señal —dije—. Veamos si recibimos respuesta.

Sostuve la vela tal y como él lo había hecho y escudriñe fijamente la oscuridad. Las nubes ocultaban la luna y solo se distinguía vagamente la oscura sombra de los árboles y la tonalidad más clara del páramo. Pero de pronto se me escapó un grito de júbilo, porque un puntito de luz amarilla había traspasado el oscuro velo y ahora seguía brillando con fijeza en el centro del rectángulo negro delimitado por la ventana.

—¡Allí está! —exclamé.

—No, señor, no... Esto no es nada, nada en absoluto —intervino el mayordomo—. Le aseguro que...

—¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana, Watson! —dijo el baronet—. ¿Lo ve? ¡Ahora la otra luz también se mueve! ¿Qué nos dice usted, Barrymore? ¿Sigue negando que se trata de una señal? ¡Hable de una vez, bribón! ¿Quién es su cómplice y qué fechoría están tramando?

La expresión de Barrymore se hizo desafiante.

—Esto es asunto mío y no de usted. No voy a decirle nada.

—Pues en tal caso queda usted despedido desde este mismo instante.

—Bien, señor. Si tiene que ser así, así será.

—Y se marcha usted deshonrado. ¡Vive Dios que le sobran razones para avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido bajo este techo con la mía durante más de cien años y ahora me lo encuentro metido en una siniestra intriga contra mí.

—¡No, señor, no! ¡Contra usted no!

Era una voz de mujer. La señora Barrymore, más pálida y más asustada aún que su marido, se hallaba en el umbral. Su voluminosa figura, envuelta en una falda y en un chal, podía haber resultado cómica, a no ser por la intensidad de sentimientos que se veía en su rostro.

—Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes preparar nuestras cosas —dijo el mayordomo.

—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Es culpa mía, solo mía, sir Henry. Él lo ha hecho todo por mí y porque yo se lo he pedido.

—¡Hable, pues! ¿Qué significa esto?

—Mi desdichado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos dejarlo perecer a las puertas de nuestra propia casa. La luz es la señal para avisarle de que tiene comida preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.

—Entonces su hermano es...

—El presidiario fugado, señor. Selden, el asesino.

—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo podía revelar.



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