El oficio de los santos by Federico Andahazi

El oficio de los santos by Federico Andahazi

autor:Federico Andahazi [Andahazi, Federico]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Bélico, Drama, Histórico, Realista, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T00:00:00+00:00


La brújula invertida

La Brújula invertida formó parte del conjunto de cuentos que recibió el Primer Premio del Concurso Buenos Artes Joven II otorgado por la Federación Universitaria de Buenos Aires y el Gobierno Autónomo de la Ciudad en 1996.

El jurado estuvo compuesto por Carlos Chernov, Susana Szwarc y Liliana Heer.

Fue el mismo año en el que las huestes de la civilización hicieron del general Manuel D’Andrea una pipa de hueso con el caracú que le arrancaron de su propio esqueleto; el mismo año en que las tropas punzó convirtieron a Antonio de Acebal en un elegante cuentaganado trenzado con sus tripas. Aquel mismo año conocí a Matilde en el burdel de la polaca; era una niña que conservaba aún la candidez en la mirada. Trabajaba por la casa y la comida y había que pagar seis pesos la visita de un cuarto de hora. La habían comprado en Grecia por catorce dracmas y en el puerto de El Pireo fue revendida por dieciséis y llevada a Nueva Orleáns. Allí la compró don Jacinto de Alvear a un cuarto de dólar la libra y se la trajo a Buenos Aires como obsequio para el embajador de Inglaterra, quien la presentaba en los saraos que en su homenaje daban los Anchorena en su estancia.

A pesar de que sus distintos dueños pretendían convertirla en una alegre madame Dubarry, Matilde se empecinaba en conservar una mirada taciturna de Magdalena. Lloraba en silencio. Era pálida como la porcelana y parecía salida de un camafeo de marfil. Tenía la apariencia que tienen los extranjeros cuando acaban de bajar del barco, y que no se les borra hasta que les llega la muerte y entonces toman la expresión de los cadáveres que siempre es igual, sea uno criollo o extranjero.

No era la más cara de las putas de la casa. Como he dicho, había que pagar seis pesos para hacerse atender por ella. Por otras uno tenía que poner diez y hasta doce. Cierto es que también las había de tres pesos y menos aún. Entre las pupilas de la polaca supo haber una negra que portaba unas tetas descomunales, tanto que tenía que andar un poco echada de espaldas como para no desnivelarse y venirse de boca al suelo. Era alta, como de dos metros y medio, juro, y tenía que agacharse demasiado para no darse la frente con el dintel de las puertas. Según decían, había que trincarla en el suelo, porque no había cama que diera el largo. Si uno quería pasar con ella, debía pagar veinticinco pesos o veinte si se regateaba un poco.

La polaca, detrás del mostrador, regenteaba la casa, llevaba la contabilidad y recibía a los clientes. Era una suerte de cebú metido en un vestido de incontables volados. El cuello quedaba oculto detrás de una papada de tres o cuatro pliegues de grasa salpicada por una pelusa que, con todo, no llegaba a ser una barba.

Sobre la pared, más allá del mostrador y junto a una pintura que mostraba a



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