El maestro de la soledad by Iván Cantos

El maestro de la soledad by Iván Cantos

autor:Iván Cantos
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788417118921
editor: La Huerta Grande
publicado: 2021-06-17T00:00:00+00:00


Veinticinco

A veces, cuando papá se echaba la siesta antes de empezar los conciertos, Fanny y yo, que nos habíamos hecho muy amigos, íbamos a dar una vuelta por la costa con mi coche. Fanny insistía en pagar la gasolina y por mí estaba bien. Los días allí eran muy soleados y Fanny pedía siempre que descapotáramos el Porsche. Se quitaba la camiseta y el sostén, y dejaba a la fresca sus hermosos pechos. Le encantaba que les diera el sol y se broncearan. Se reía entusiasmada y enseñaba sus dientes blancos. Solía decir que recordaba los días pasados bajo las brumas grises de su Irlanda natal, y se sentía feliz de verse así, bajo aquel luminoso sol mediterráneo que cegaba, con aquella fresca brisa que se arremolinaba en sus pechos. Yo debo reconocer que a veces se me escapaba una furtiva mirada de deseo, pero nunca hice ningún avance hacia ella por miedo, y por la lealtad que los dos teníamos a mi padre.

Recorríamos los chiringuitos de la costa y comíamos cócteles de gambas; comida muy ligera y refrescante que yo había copiado de las jubiladas inglesas, las cuales aprecian mucho ese alimento tan completo y escaso en calorías.

Fanny me proponía un inocente juego que consistía en que los dos fingiéramos que ella era una viuda rica y yo su amante boquirrubio. Ella era así y le divertían esas cosas. A mí me gustaba también aquella pequeña representación, porque me recordaba a mis buenos y viejos tiempos con Madame Lusine, antes de que Dios castigara mis muchos pecados contagiándome la sífilis.

Éramos como dos millonarios aventureros recorriendo la costa con nuestro descapotable gris plomo, comiendo cócteles de gambas multicolores y bebiendo aquellos vasos de vino blanco bien frío que fluía como el Nilo cuando había dinero suficiente.

Papá rara vez se apuntaba a estos planes. Prefería fumarse un canuto y luego echarse una larga siesta, tras la cual ensayaba alguna nueva canción que planeaba añadir a nuestro repertorio.

Cuando Fanny se emborrachaba más de la cuenta le salía la exuberante irlandesa que llevaba dentro y metía dos dedos en el vino y me salpicaba riéndose a carcajadas de su travesura, guiñando sus ojos brillantes y verdes, más parecidos al color del Atlántico que al del Mediterráneo. O se levantaba de nuestra mesa de repente y decía a voz en grito «¡Alegría!», con su acento irlandés y repartía nuestras croquetas entre los demás clientes del chiringuito, que no salían de su asombro.

A mí ni me iba ni me venía, por mí ni fu ni fa y adelante con los faroles.

Un día que papá vino con nosotros porque no tenía que trabajar, nos emborrachamos los tres horriblemente porque no paramos de beber hasta que se hizo de noche. Mi padre se fue a dormir al coche, y Fanny y yo compramos una última botella de vino blanco y nos fuimos los dos a la playa, que estaba desierta por ser una hora tardía. Nos desnudamos y nos metimos en el mar. Nadamos un rato entre



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