El enigma de Flandes by Gilbert Sinoué

El enigma de Flandes by Gilbert Sinoué

autor:Gilbert Sinoué
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 1999-08-09T22:00:00+00:00


14

En la cubierta del navío, Jan se debatía en el centro de un círculo formado por gesticulantes personajes. El muerto de la calle del Asno Ciego se acercaba a él, con la garganta abierta; sus manos parecían horcas, dispuestas a atravesarle de lado a lado. El viento soplaba a través de los cabos, y unas olas gigantescas rompían contra el casco con ruido ensordecedor. Jan se lanzó hacia delante, intentando salvarse, aunque en vano.

—Vas a morir, Jan —se burlaban las voces—. ¡Vas a reunirte con Van Eyck y los demás!

Estaban todos allí: Petrus Christus, Idelsbad, el doctor De Smet, el hooftman, Margaret... Todos observaban con júbilo la escena y gritaban el nombre del maestro con un ritmo frenético.

«¡Van Eyck, Van Eyck, Van Eyck!»

El muerto de la calle del Asno Ciego estaba a sólo un soplo de Jan. Un hedor espantoso brotaba de su garganta.

—Te toca a ti, muchacho. De nada sirve que te resistas.

En un relámpago, Jan creía divisar al maestro mirando al mar, acodado en la borda.

—¡Padre! ¡Socorro! ¡Padre, ayúdame! —gritó.

Pero Van Eyck se limitaba a sonreírle, distante, antes de volver a sumirse en la contemplación.

Petrus Christus se había acercado. Tenía un puñal en la mano y lo tendía al muerto de la calle del Asno Ciego.

—Córtale la garganta —ordenaba—. Quiero ver correr su sangre. Y se la daremos a Van Eyck para que beba.

—¡No! —gritaba Jan—. ¡Piedad! No quiero morir. No sé adónde va la gente que muere. ¡Piedad!

—¡Eh! ¡Calma! ¡Despierta!

El adolescente abrió los ojos. Idelsbad estaba inclinado sobre él y le daba palmadas en la mejilla. Necesitó unos minutos para emerger de su pesadilla.

—¿Estás bien? —preguntó el portugués.

El muchacho se incorporó en la cama. Tenía la frente cubierta de sudor. El alba se había levantado y los primeros rayos del día comenzaban a deslizarse en la habitación. Jirones de su sueño brotaban en su espíritu. Se volvió, febril, hacia Idelsbad.

—Tengo que hablaros de algo. O más bien de alguien.

—Te escucho.

—Lo conocéis. Os vi discutiendo con él pocos días después de la muerte de mi padre. Estabais ante el hospital San Juan. Se trata de...

—Petrus Christus —se anticipó el portugués.

—Sí.

—¿Qué sabes de él?

—El día en que descubrí a Nicolás Sluter, corrí a casa y anuncié la noticia a mi padre. Petrus estaba presente. ¿Sabéis cuál fue su comentario? Dijo, con toda precisión: «Y esta vez también un hombre de nuestra cofradía...» ¿Cómo podía estar al corriente? Sólo más tarde tuvimos la confirmación, y además por vos.

Idelsbad dejó la cama y se dirigió a la ventana, sin responder.

Jan volvió a la carga.

—¿No os parece que es extraño?

—Es lo menos que puede decirse —replicó el gigante—. Pero no me sorprende. Ese hombre es un asesino.

El adolescente corrió a su lado.

—¿Un asesino?

—Todo me lleva a creerlo, desde el drama que cayó sobre Laurens Coster.

—¿El incendio fue cosa suya?

—Sí. Aquel día yo estaba entre la muchedumbre. En verdad, nunca dejé de vigilar a Van Eyck. Os seguí cuando fuisteis a la calle San Donato. Oí a Petrus diciéndoos, sollozante, «lo he intentado todo para salvarle.



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