Diario de un escritor by Fiódor Dostoyevski

Diario de un escritor by Fiódor Dostoyevski

autor:Fiódor Dostoyevski [Dostoyevski, Fiódor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Publicaciones periódicas, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1881-01-01T05:00:00+00:00


II

LA PETICIÓN DE MANO

«Los detalles íntimos» de los que me enteré pueden resumirse en unas pocas palabras: su padre y su madre habían muerto hacía tiempo, tres años antes, y ella había quedado al cuidado de unas tías estrafalarias. Aunque ese calificativo se queda corto. Una de ellas era viuda y estaba cargada de hijos, nada menos que seis, todos de poca edad; la otra era una vieja solterona detestable. Ambas eran detestables. Su padre había sido funcionario, pero no había pasado de escribiente, y su nobleza era personal, no hereditaria[73]; en resumidas cuentas: todo estaba a mi favor. Yo parecía surgir de un mundo superior: no en vano, era capitán ayudante retirado de un renombrado regimiento, noble de nacimiento, independiente y demás; y en cuanto a la casa de empeños, sólo podía infundir respeto a las tías. Durante tres años había sido esclava de sus tías, pero, a pesar de todo, había pasado no sé qué examen; había conseguido pasarlo, arrancando algún momento a su despiadada labor cotidiana, lo que daba muestras de su aspiración por lo noble y lo sublime. Pero ¿para qué quería yo casarme? Sin embargo, no merece la pena hablar de mí; ya nos ocuparemos de eso más tarde… ¡Como si fuera de eso de lo que se trata! Daba lecciones a los hijos de sus tías, cosía ropa blanca, y al final, por si no bastara con eso, le hacían fregar los suelos, a pesar de lo débil que tenía el pecho. La verdad es que hasta le pegaban y le echaban en cara cada mendrugo de pan. Y acabaron concibiendo la idea de venderla. ¡Uf! Pasaré por alto esos inmundos detalles. Más tarde ella misma me lo contó todo con pelos y señales. Todo aquello lo venía observando desde hacía un año un grueso comerciante del vecindario, y no un comerciante cualquiera, pues era propietario de dos tiendas de ultramarinos. A base de palizas, había mandado ya a la tumba a dos mujeres y andaba buscando una tercera; y miren por donde le había echado el ojo a ella: «Es tranquila —pensaba—, ha crecido en la pobreza; pero si me caso es sólo pensando en mis huérfanos». Y, en efecto, tenía hijos. Hizo su petición, empezó a negociar con las tías; añadiré que el hombre tenía unos cincuenta años. Ella estaba horrorizada. Fue entonces cuando empezó a frecuentar mi negocio para poder poner sus anuncios en La Voz. Finalmente, suplicó a sus tías que le dieran algún tiempo para pensarlo. Se lo concedieron, pero muy poco, y no dejaban de atosigarla: «Ni nosotras mismas sabemos qué vamos a comer y encima tenemos que alimentar una boca de más». Estaba al tanto de todas esas cosas y aquel día, después de lo que había sucedido por la mañana, me decidí. Esa misma tarde se presentó el comerciante; había traído de su tienda una libra de caramelos por valor de medio rublo; ella estaba sentada a su lado, pero yo llamé a Lukeria, que se



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