Demelza by Winston Graham

Demelza by Winston Graham

autor:Winston Graham [Graham, Winston]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1946-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 9

En la sala de juego la tormenta se cernía rápidamente.

Había cuatro mesas ocupadas: Una de faraón, otra de basset y dos de whist. Siempre que podía, Francis jugaba faraón, pero la primera persona a quien él vio entrar fue Margaret Cartland, sentada a la mesa de faraón con su nuevo amigo, un hombre llamado Vosper. La mujer se volvió y movió la mano con irónico buen humor, pero Francis se inclinó e inmediatamente se acercó a una mesa de whist vacía, sin hacer caso de los cuatro asientos que Sansón había reservado para ellos. Ross, a quien tanto daba una como la otra, y que parecía completamente abstraído, lo siguió. Se sentaron uno frente al otro, y Sansón ocupó una de las sillas restantes. Pero George Warleggan estaba conversando con un hombre vestido de negro, al lado de la puerta, y poco después se acercó y dijo que como varios caballeros estaban allí antes que él, se retiraba en favor de uno de ellos. Por supuesto, todos conocían al doctor Halse.

En casa de los Warleggan, Ross había evitado al individuo. Puesto que estaba allí en la condición de invitado, no había querido provocar incidentes; pero con el horror de Launceston fresco en la memoria, la visión de ese clérigo, mezcla de erudito y magistrado, el hombre que había sido el principal responsable de la sentencia impuesta a Jim, fue como echar sal en una herida abierta.

Cuando el doctor Halse vio quién estaba sentado a la mesa, vaciló un momento, pero al fin se levantó y ocupó el asiento frente al molinero. Ross no habló.

—Bien —dijo Francis con impaciencia—, ahora que estamos todos, ¿cuáles son las apuestas?

—Una guinea —propuso Sansón—. De lo contrario, hay muy poco movimiento. ¿Están de acuerdo todos, señores?

—Es más de lo que acostumbro apostar —dijo el doctor Halse, aspirando el aroma de su pañuelo—. Tanto riesgo confiere excesiva seriedad al juego. No es bueno que nuestros placeres sean tan gravosos.

—Quizás usted prefiera jugar en otra mesa —dijo Ross.

No era el tono más apropiado para el altivo doctor.

—No —dijo con voz casual—. No pienso irme. Llegué primero, y pienso permanecer aquí.

—Oh, no discutamos —dijo Francis—. Apostemos media guinea y comencemos.

Polly Choake se asomó a la sala de juego y se retiró.

—¿Qué les pasa a los primos Poldark? —murmuró al oído de la señora Teague—. Entran en el Salón de la Alcaldía como dos tigres en busca de la presa, sin mirar a derecha ni a izquierda y después se dedican a jugar incluso antes de que el virrey haya pronunciado su discurso. Y están jugando, y dirigiendo miradas feroces a todo el mundo, como si el Demonio los persiguiera.

Los párpados de la señora Teague se entrecerraron con aire de complicidad.

—Pero, querida, ¿no sabes lo de Francis? Esa mujer lo despidió. Y después de todo el dinero que gastó en ella. Y en cuanto a Ross, bien, ¿qué podía esperarse? Seguramente en el fondo de su alma lamenta haberse casado con esa mujerzuela que ahora está dando un verdadero espectáculo.



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