Delfines by Alberto Vázquez-Figueroa

Delfines by Alberto Vázquez-Figueroa

autor:Alberto Vázquez-Figueroa [Vázquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1990-10-01T00:00:00+00:00


La agresiva piscina sobresalía como una concha, a más de cien metros de altura sobre el lujuriante bosque tropical que cubría las faldas del «morro», dominando Tijuca y la bahía de Guanabara, con el Cristo del Corcovado a la izquierda y los altos edificios desdibujados por el humo y la polución muy a lo lejos.

Sumergirse en las transparentes aguas sabiendo que debajo no existía más que un cristal y un abismo, requería un valor muy contrastado y una gran confianza en el arquitecto que había diseñado y construido semejante prodigio de ingeniería, por lo que a Paulo Duncan no solía sorprenderle que la mayoría de sus invitados se negasen a darse un refrescante baño en su piscina ni aun durante los más sofocantes días de finales de enero.

Pero pocos espectáculos podían compararse, en este mundo, al hecho de contemplar en una noche de carnaval a cinco o seis fabulosas mulatas nadando desnudas en la piscina iluminada, como si se encontraran suspendidas en mitad de las tinieblas, y no había una sola persona en Río de Janeiro que no soñase con la posibilidad de que al menos una vez en su vida Paulo Duncan le invitase a una de sus inimitables fiestas.

Aunque aquel día y en aquel preciso instante, con los últimos coletazos de una resaca de tres noches de alcohol y sexo aún correteándole por las venas, Paulo Duncan lo único que deseaba era continuar a la sombra de su flamboyán predilecto, dejando pasar las horas con la mente absolutamente en blanco.

Permaneció así, muy quieto y como muerto, hasta que un diminuto teléfono inalámbrico le sacó de su ensueño para anunciar tímidamente:

—Dos caballeros desean verle.

—He dicho que no estoy para nadie.

—Son de la Policía.

El corazón de Paulo Duncan dio un vuelco y por unos instantes tuvo la impresión de que la piscina se resquebrajaba y toneladas de agua le caían encima desde la cima del acantilado. A punto estuvo de negar su presencia o pedirles que volvieran cuando hubiese tenido tiempo de hacer venir a su abogado, pero tras reflexionar fríamente llegó a la conclusión de que lo mejor sería aparentar que no tenía nada que temer, por lo que, procurando que su voz sonara lo más tranquila posible, replicó secamente:

—¡Está bien! Hágales pasar.

Chasqueó los dedos para llamar la atención de la diminuta rubia que dormitaba en una hamaca vecina, y cuando ésta abrió los ojos y le lanzó una inquisitiva mirada, le hizo un inequívoco gesto para que se marchara.

La rubita, una adolescente con aire de viciosa que alguien había traído no sabía de dónde pero que había demostrado ser dueña de la boca más ávida y experta del continente, se puso en pie con desgana, para alejarse hacia la enorme mansión sin preocuparse por cubrir su total desnudez, pero limitándose a sacarle la lengua con descaro a los dos hombres que se cruzaron con ella en el sendero.

Paulo Duncan ni siquiera se irguió o extendió la mano al recibirles, limitándose a indicar con un ademán de la cabeza la hamaca que la descarada chiquilla había dejado libre.



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