De Madrid al cielo by Marcela Valdivieso

De Madrid al cielo by Marcela Valdivieso

autor:Marcela Valdivieso [Valdivieso, Marcela]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-07-15T00:00:00+00:00


19

A unas semanas de la boda de Carmen, la tita María Isabel, después de ir como de costumbre a la misa de la tarde, no había vuelto a casa. Ni la guardia civil conocía su paradero. Los De Juan, mientras esperaban noticias, enviaron a Padrino y a Dolores al Retiro, porque quedaba cerca y era uno de sus sitios favoritos. Pero la información llegaría ya entrada la noche a través de una llamada telefónica por propia iniciativa de la tía. Tal como le había sobrevenido el olvido, llegaba de nuevo la memoria y, tras ella, las órdenes de ir a buscarla donde la habían acogido por pura buena voluntad. Yo, a la par del relato a cargo de Dolores, me iba imaginando a tita María Isabel con sus calcetines de media transparentes que le llegaban hasta las rodillas, del todo ridículos, fundida en su abrigo de tweed, blanco y negro, taimada y con el presente extraviado, y otra vez ridícula con su traba en el pelo liso, de un solo lado de la partidura, como una niña, y no se me dejaba de imponer la imagen de la tía saliendo en barco de Cuba, para arrancar de una revolución que se veía venir. Por eso ella detestaba a Fidel Castro, y también Padrino que se había venido muchísimo antes. Aunque yo no entendía sus causas, me complacía escuchar una y otra vez la misma historia y esperaba con ansias algún nuevo detalle escurrido en el relato anterior. Me subyugaba la imagen del diezmado, cuyo infortunio era un simple revés, un ajuste de cuentas pendientes y cobrado por fin. Como siempre, yo estaba del otro lado, seguramente porque había llegado tarde a todas las revoluciones y necesitaba sentir una cuota de arrojo.

Pasado el mediodía, cuando el orden familiar estaba restablecido y el domingo —uno de los muchos en los que iría donde los De Juan— iba cogiendo ese gusto a desgano y a intemperie total que pone en evidencia las calladas y mínimas derrotas, y yo me disponía a volver al barrio de La Latina para no abandonar demasiado a Victoria, di con Santi en el pasillo.

—¿Te vas, Ana? —me preguntó.

—Sí —respondí—, se me hace tarde.

—Tarde para qué, mujer, si este es un día muerto.

—Quedé con Victoria —mentí.

—Pero, venga, vamos, tómate al menos un café conmigo en el taller, que viene bien charlar un poco. ¿No crees?

Como siempre, Santi terminaba echando abajo mis estúpidos subterfugios sin siquiera esforzarse. Lo seguí primero a la cocina, en silencio, tras una nueva oportunidad para recobrar la ilusión arrebatada en el encuentro anterior, y luego al taller. Una vez allí me senté en la silla improvisada dispuesta frente a dos grandes telas a medio hacer. En ambas se recuperaban las estaciones abandonadas de trenes, pero en la que me enfrentaba a mi izquierda había una mujer tumbada sobre los rieles de la ferrovía. A una cierta distancia de ella, un tren fantasmagórico, rojo fosforescente, encendido, se alejaba hacia un confín azulado. Bajo el estremecimiento de



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