Cuentos, 2 by Hermann Hesse

Cuentos, 2 by Hermann Hesse

autor:Hermann Hesse [Hesse, Hermann]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Didáctico, Filosófico
editor: ePubLibre
publicado: 1973-04-23T05:00:00+00:00


(1907-1908)

Taedium vitae

Primera velada

Estamos a primeros de diciembre. El invierno se demora aún, braman los vientos y desde hace días cae una fina y presurosa lluvia que a veces, cuando se aburre de sí misma, se transforma por unas horas en aguanieve. Las calles están intransitables, el día dura sólo seis horas.

Mi casa se alza solitaria en pleno campo, envuelta en ululante viento oeste, en crepúsculo lluvioso y en rumores, entre parduscos jardines empapados y senderos campestres borrados bajo las aguas. No viene nadie, no pasa nadie, el mundo parece haberse hundido en la lejanía. Todo está tal como yo he deseado muchas veces… soledad, quietud total, ni hombres, ni animales, yo solo en mi cuarto de estudio, mientras en la chimenea resuena el rugido de la tempestad y en las ventanas repiquetea la lluvia.

Los días discurren así: me levanto tarde, tomo leche, cuido la estufa. Luego me siento en el cuarto de estudio, entre tres mil libros, de los que dos voy leyendo alternativamente. Uno es La doctrina secreta, de la señora Blavatsky, una obra horrenda. El otro es una novela de Balzac. A veces me levanto para coger del cajón unos cigarrillos, dos veces para comer. La doctrina secreta se va hinchando cada vez más, no llega nunca al final y me acompañará hasta el sepulcro. La obra de Balzac se va aligerando, diariamente se contrae, pese a que no le dedico mucho tiempo.

Cuando me duelen los ojos, me siento en el sillón y miro cómo la débil claridad del día se agota y muere en las paredes cubiertas de libros. O me coloco frente a las paredes y contemplo los lomos de los libros. Éstos son mis amigos, los que me permanecen fieles, ellos me sobrevivirán; y aunque mi interés por los libros va menguando, tengo que aferrarme a ellos, pues no tengo otra cosa. Los contemplo como mudos y fieles amigos a la fuerza, y pienso en sus historias. Hay un magnífico volumen griego, impreso en Leyden, de algún filósofo. No soy capaz de leerlo, hace tiempo que he olvidado el griego. Lo compré en Venecia porque era barato y porque el anticuario estaba totalmente convencido de que yo leía corrientemente el griego. Lo compré por timidez, y lo he arrastrado por el mundo, en maletas y baúles, empaquetándolo y desempaquetándolo cuidadosamente, hasta el lugar donde se encuentra y donde ha encontrado su sitio y su descanso.

Así transcurre el día, y la noche transcurre a la luz de la lámpara, entre libros y cigarrillos, hasta las diez aproximadamente. Entonces voy a acostarme al frío cuarto contiguo, sin saber por qué, pues duermo poco. Miro el rectángulo de la ventana, el blanco lavabo, una figura blanca que flota sobre la cama en la palidez nocturna, escucho la tempestad que brama en el tejado y tiembla en los cristales, oigo los gemidos de los árboles, el caer de la lluvia restallante, mi propia respiración, mis casi imperceptibles latidos. Abro los ojos, los cierro; intento recordar la lectura, pero no lo logro.



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