Cuando me volví mortal by Carmen Boullosa

Cuando me volví mortal by Carmen Boullosa

autor:Carmen Boullosa [Boullosa, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T00:00:00+00:00


La hija del parque

Por un azar del destino, que es a veces tan generoso, estaba yo hospedada frente al Parque Central de Bad Homburg, en las inmediaciones de la ciudad de Frankfurt, en octubre de 1996. Estaba ahí para recibir el Liberaturpreis que le habían dado a la versión alemana de La milagrosa, traducida con mano de ángel por Susanne Lange.

No por azar, sino porque es en mí casi costumbre, había pasado la noche con insomnio y ya me había quedado sin qué leer. Era una mañana silenciosa y medianamente fría. Disponía yo aún de una hora antes de que pasaran a recogerme para llevarme no recuerdo a qué y, sospechando que el insomnio se repetiría y que me iba a coger desprevenida y encerrada en mi celda frente al parque vacío, en una población donde yo creía no había movimiento nocturno, decidí correr hacia la única calle comercial de Bad Homburg para comprarme un libro que me liberara de los muros y me hiciera inmune al insomnio. No sabía de qué tamaño sería la librería, conjeturé que de seguro encontraría algo en inglés y hasta llevaba en mente cuál «novedad» iba a caer en mi bolsa.

Para llegar a la librería, debía cruzar el parque, el que amaron Novalis, Hölderlin, los románticos. Lo caminé a grandes y apresurados trancos, disfrutando como nunca su singular belleza. Es el parque más hermoso que he visto. Su trazo, su larga vida, su romántica y aparentemente desaliñada belleza, el otoño que esa mañana lo encendía, me inundaron el corazón y el cuerpo de emoción. Pensé, verdaderamente conmovida:

«Este va a ser mi último deseo: visitar el parque de Bad Homburg». Este pensamiento tan fuera de lugar (¿por qué pensar en tener un «último deseo», si yo corría, me sentía sana, feliz e incluso «inmensa»?), me llevó a un recuerdo, a mi abuela, primero a su voz. Tenía yo cinco o seis años, la tarde caía en la cocina, mi abuela asaba al comal hojas de plátano para los tamales. Ella decía: que uno de los hermanos, como ella tabasqueño, Epitacio, viéndose morir en la Ciudad de México, suplicó:

«Por favor, ¡consíganme un persimón!».

Entonces los persimones no llegaban a la ciudad, hoy sí se consiguen en los mercados de la Ciudad de México, pero en esos años era imposible. A mi abuela le traían de vez en vez un par de Tabasco, los atesoraba arriba del refrigerador hasta que quedaran bien maduros. Luego lo abría y comía su carne traslúcida como si hacerlo fuera un milagro.

Mi abuela remató la anécdota: «y sus hijos, que no tienen corazón, lo dejaron morir sin hacerle llegar de Tabasco un pinche persimón».

Yo no veía la cara de mi abuela, solo sus manos poniendo las hojas frescas de plátano al comal y sacándolas de él medio marchitas pero muy flexibles; a unos pasos de nosotras estaba la masa ya lista para los tamales, apilada como un remedo de montaña sobre la mesa. No se confundían los dos olores, el de las hojas y el de la masa.



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