Ciudad espejo by José Antonio Bonilla

Ciudad espejo by José Antonio Bonilla

autor:José Antonio Bonilla [Bonilla, José Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2018-11-19T00:00:00+00:00


* * *

Los gritos se apagaron a sus espaldas y la agonía de los olvidados se vio sustituida por un intenso olor a alcohol que les acicateó las narices. Aquello a Roberto le revolvió el estómago y le hizo sentir unas tremendas ganas de beber, la boca pastosa y la lengua hinchada, claros efectos de la maldita abstinencia. Ni era el momento ni tampoco hubiera podido hacerlo, pues, en su precipitada huida, había abandonado el cartón de vino junto a las cosas de Joana. A la fuerte tufarada a licor barato le siguió de inmediato el humo y el hedor a carne quemada. Un nudo le atravesó la garganta sin perder de vista a Joana, que llevaba al niño de la mano, caminando apresurada por entre las columnas del apeadero, internándose en lo más profundo de la estación. Los estaban quemando, pensó Roberto, mordiéndose el labio, imaginando la horripilante escena. Los cadáveres se carbonizarían, convirtiéndose en cenizas, eliminando las pruebas, y llevándose consigo el odio y la violencia de aquellas bestias con aspecto humano. Olvidados, sí. Nadie lamentaría su pérdida, su ausencia. Una molestia menos. Cabrones.

—Es por aquí. ¡Ayúdame! —le dijo la mujer, retirando unos tablones que cubrían una puerta metálica salpicada de pintura y cemento que nadie se había molestado en limpiar. La había encontrado por casualidad, meses atrás y, aunque alguna vez la había utilizado, no le había resultado cómoda para usarla a diario, con lo que había decidido ocultarla de nuevo. Tan solo el Mesías sabía que existía. Tan solo él. Y él ya no estaba. Habría pasado desapercibida para cualquiera que no supiera de su existencia—. Da a una escalera que lleva a la superficie.

Tenía razón. Era una vía de servicio, de construcción obligatoria, como muchas otras que se repartían a lo largo de los kilómetros de hierro y de las estaciones en funcionamiento; un sistema de seguridad por el que acceder a las zonas subterráneas en caso de emergencia. Y no podía haber emergencia más grande que la que tenían.

El humo era cada vez más denso, arrastrándose pesadamente hacia donde estaban, irritándoles la nariz y los ojos como un gas venenoso, el aliento sulfuroso de un terrorífico dragón; el olor a carne carbonizada que flotaba en su interior, cada vez más insoportable, no tardó en provocarles violentas arcadas. Marc, muy asustado y pálido, se mantenía callado, como si en el silencio encontrara las fuerzas necesarias para seguir huyendo.

Joana giró la maneta de la puerta y, por un instante, temió que se hubiera encallado. A veces, sucedía. El metal se dilataba o contraía dependiendo de la temperatura, o bien algún pedazo de piedra o de runa la clavaba al suelo, dificultando su apertura. Por suerte, no fue así. Al girarla, la puerta se abrió lo suficiente para mostrarles una sencilla escalera de estructura también metálica iluminada en cada tramo por pequeños pilotos de emergencia. El rostro de Joana se encendió. Quizás aún tuvieran una oportunidad.

—Ya no queda nada, Marc —le susurró al pequeño. Se volvió hacia Roberto, unos pasos más atrás—.



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