Bailando al borde del precipicio by Caroline Moorehead

Bailando al borde del precipicio by Caroline Moorehead

autor:Caroline Moorehead
La lengua: eng
Format: epub
editor: Turner
publicado: 2009-11-15T00:00:00+00:00


XI

HORDAS DE FRANCESES VAGABUNDOS

Su barco zarpó de Calais rumbo a Dover a las once en punto de la noche. Aunque apenas soplaba una brisa del sudeste y no había nubes en el cielo, Frédéric se metió enseguida en su litera, vencido por su habitual mareo. Lucie subió a cubierta y se sentó sobre la puerta de una escotilla, sosteniendo a Charlotte sobre sus rodillas. Un joven sentado a su lado le ofreció su hombro para que se reclinara; era el hijo del editor del Edinburgh Review, a quien había conocido en Boston. Pasaron la noche hablando sobre Estados Unidos; ella le confesó que si resultaba imposible regresar pronto a Francia, su plan –su deseo– era volver a la granja de Troy. En el pálido amanecer de un septiembre inglés, Lucie vislumbró por primera vez los acantilados de Dover.

En 1797 los ingleses 1 ya se habían acostumbrado a los visitantes franceses, pocos de los cuales se habían aventurado, como Lucie y Frédéric, a regresar precipitadamente a Francia después del Terror. Desde el verano de 1789 habían estado llegando a las costas del sur fugitivos de la Revolución, en oleadas que se incrementaban tras los incidentes de violencia y en cada nueva ley represiva contra la Iglesia y la nobleza de Francia. Uno de los primeros en venir fue el príncipe de Condé, quien trajo consigo a veintiocho sirvientes; después llegaron soldados, huyendo de la anarquía en el ejército, clérigos “refractarios” que se negaban a renunciar a sus votos con el papa, aristócratas de la lista de “sospechosos”, y los fabricantes de pelucas, chefs, valets y cocheros que los servían. Algunos no tenían claro si estaban traicionando al rey al abandonarlo a su suerte, o si había sido la debilidad del rey lo que los había llevado al exilio. “La patrie se vuelve una palabra 2 sin sentido –observó el conde de Antraigues–, cuando ha perdido sus leyes, sus tradiciones, sus costumbres […] Francia para mí no es más que un cadáver, y lo que amamos de los muertos es su recuerdo”.

Llegaron solos o en grupos, entre ellos congregaciones enteras de monjes y conventos de monjas, soldados, clérigos y sirvientes, unos con dinero en maletas y acompañados por su séquito, otros desposeídos, desaliñados y disfrazados de mujeres o de marineros. Cuando un grupo de treinta y siete monjas de un convento de Montargin fueron desembarcadas en la playa de Shoreham, espectadores curiosos se reunieron para echar un vistazo a las “vírgenes fugitivas”. Por lo general, los recién llegados eran recibidos con amabilidad y generosidad. Aunque no era probable que “contribuyesen mucho a nuestra diversión”, dijo Gibbon, aquellas personas merecían compasión y respeto.

Si bien en 1797 Francia se hallaba 3 nuevamente en guerra con Inglaterra, por tercera vez en cuarenta años, los franceses y los ingleses estaban inextricablemente ligados, se intercambiaban sus modas y sus artesanos, leían a los mismos filósofos de la Ilustración, y compartían las nociones de bon ton y buen gusto. Cuando, antes de la Revolución, la aristocracia inglesa visitaba París, se mezclaba naturalmente con los habitantes del barrio de Saint-Germain.



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