Assassin’s Creed: Unity by Oliver Bowden

Assassin’s Creed: Unity by Oliver Bowden

autor:Oliver Bowden [Bowden, Oliver]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-12-31T16:00:00+00:00


14 de enero de 1789

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En una ladera que dominaba una aldea a las afueras de Ruán, tres agricultores vistiendo jubones de cuero reían y bromeaban y después, tras contar hasta tres, alzaron una horca sobre una baja plataforma de madera.

Uno de los hombres colocó un taburete de tres patas por debajo de la soga y luego se agachó para ayudar a sus dos compañeros, que empezaron a martillear los puntales que mantendrían la horca fija, los rítmicos golpeteos arrastrados por el viento hasta donde yo me encontraba montada a lomos de mi caballo, un hermoso y tranquilo castrado al que había llamado Scratch en honor de nuestro querido y largo tiempo desaparecido lebrel.

A los pies de la colina se hallaba la aldea. Era pequeña, más bien un conjunto de chozas aisladas y una taberna dispuestas a lo largo del perímetro de una parduzca y embarrada plaza, pero en cualquier caso era una aldea.

La gélida lluvia había derivado en una constante e igualmente glacial llovizna, y un fuerte viento que helaba los huesos soplaba inclemente. Los aldeanos que aguardaban en la plaza se envolvían en sus bufandas concienzudamente apretadas, cerrándose las camisas alrededor del cuello mientras esperaban el entretenimiento del día: un ahorcamiento. ¿Qué podría haber mejor? Nada como un buen ahorcamiento para elevar los ánimos cuando el hielo había arrasado cultivos y cosechas y los terratenientes locales elevaban las rentas, mientras el rey imponía nuevos tributos que confiaba en recaudar.

Desde un edificio que supuse que serviría de calabozo llegó un ruido, y los congelados espectadores se volvieron para ver emerger a un sacerdote con sombrero negro y túnica, su voz reflejando la solemnidad del acto mientras leía en una Biblia. Por detrás apareció el carcelero, que sostenía una larga cuerda en cuyo extremo estaban atadas las manos de un hombre que llevaba la cabeza encapuchada y andaba dando tumbos, resbalando en el barro de la plaza y gritando ciegamente sus protestas en dirección a nadie en particular.

—Ha habido un error —protestaba a voz en grito, salvo que lo gritaba en inglés, antes de recordar que debía hacerlo en francés.

Los aldeanos continuaron contemplándole mientras era guiado hacia la colina, algunos santiguándose y otros abucheando. No había ningún gendarme a la vista. Ni tampoco un juez o un agente de la ley. Al parecer, esto era lo que se entendía por justicia aquí en el campo. Y luego decían que París era incivilizado.

El hombre, por supuesto, era Ruddock, y mirando colina abajo hacia él, mientras tiraban de la cuerda que le llevaba hasta la horca de cuyo extremo acabaría colgado, era difícil creer que alguna vez hubiera sido un Asesino. No era de extrañar que el credo se hubiera lavado las manos respecto a él.

Retiré la capucha de mi capa, sacudí mi cabello para liberarlo y bajé la vista hacia Bernard que estaba observándome con ojos dilatados, llenos de admiración.

—Aquí vienen, señorita —indicó—, justo como le prometí que harían.

Agité una bolsa de dinero sobre su palma y luego la retiré cuanto trató de agarrarla.



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