Aislinn by Guillermo Galván

Aislinn by Guillermo Galván

autor:Guillermo Galván [Galván, Guillermo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-01-01T00:00:00+00:00


Se fueron evaporando las líneas de sus rostros, se replegó el vacío y ocupó su espacio la cara ceporra colorada de Lynch que parecía sonreír tras la mueca asimétrica de su boca. Los seis Lynch discursearon entre ellos en su jerga indescifrable, frases bárbaras en sus labios que desembocaron en una unánime e irritante letanía:

—VlT VIT NIT CAVIT PIT RAVIT… VIT VIT NIT CAVIT PIT RAVIT… VIT VIT NIT CAVIT PIT RAVIT…

V

Gaspar Señuela, el fantasma esquivo

CONSERVABA el sobresalto y el sabor de la pesadilla pegados bajo la lengua, en las raíces mismas del pensamiento. Cuando abrí los ojos, la lámpara se había extinguido dejando como herencia en aquel recinto mal ventilado un desagradable tufo a humo de hidrocarburo. Al incorporarme en la oscuridad, me protestó el cuerpo agarrotado, maltrecho por la postura. Busqué un poco de luz en el pasillo para consultar mi reloj; faltaba casi media hora para las seis y la casa permanecía en silencio. No tenía sentido ir a la cama a esas horas y salí al jardín: la mañana era limpia, prometía calor pero yo estaba destemplado y no pude evitar el asalto súbito de una tiritona. La presencia tenaz del ensueño me insistía en la urgencia de decidir sobre tan confusa mezcla de sensaciones, de reflexionar acerca de mi relación con Doireann, con aquella gente, con aquella casa. Aún mantenía el regusto amargo de mi disparatada identificación con un asesino, y el simple hecho de revivir esa circunstancia en la vigilia me provocaba una inquietud que no lograba desterrar. Caminé durante un rato por las calles sin rumbo fijo, intentando reaccionar, en busca de alguna taberna donde poder tomar algo caliente que mitigase un poco el malestar de mis tripas, de mí mismo.

Las campanas reanudaron súbitamente su canción lúgubre y decidí seguirles el rastro hasta desembocar en la plaza del Ayuntamiento, un triángulo recoleto que recordaba bien de mi lejana visita anterior. Era el único sitio donde, paradójicamente, parecía asomar algo de vida a esas horas. En el balcón del palacio arzobispal colgaba un largo crespón negro y algunas mujeres de riguroso luto esperaban en corrillo al pie de las escalinatas. Otras entraban como a hurtadillas, esquivando miradas, en el triple pórtico de la fachada principal de la catedral; podía evocar aún los nombres de sus puertas: la del Juicio, la del Perdón y la del Infierno, aunque no sabía asignarlos a cada una de ellas. Seguí sus pasos movido por la curiosidad.

Hacía frío dentro, y la solemnidad de aquel espacio era amplificada por la mediocre iluminación. Se oficiaban ritos de difuntos y los bancos, casi vacíos, aparecían salpicados de vez en cuando por señoras arrodilladas, dispersas al azar. Avancé por el margen de la nave central absorto en la majestuosidad del templo, atrapado por el efecto dominante de un sol casi recién nacido en las vidrieras de la fachada oriental.

De frente, avanzaba hacia mí un hombre, el único allí aparte de los celebrantes y que, por la familiaridad de su actitud, consideré sacristán o funcionario del lugar.



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