Ya no es ayer by Francisco García Pavón

Ya no es ayer by Francisco García Pavón

autor:Francisco García Pavón [García Pavón, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1976-01-01T00:00:00+00:00


XIV

SOLAMENTE recuerdo una ida a la primera escuela. Una ida por la mañana, de la mano de la chica y con unos zapatos negros y grises con botones. No sé por qué aquella ida solo. Y tampoco por qué me miraba los zapatos. Los otros tres y todos los salires se los llevó la parca. Por la acera del Café de los Pregoneros adelante, de la mano de la chica, y con los ojos fijos en los zapatos de dos colores. Pasaríamos ante la vaquería de las Morenitas, que tenía un pasillo muy largo y al final las vacas. Allí vivía Enrique el Morenito, que era muy pequeño y siempre llevaba gorra de visera y trajes claros. Y más allá, la tienda de tejidos de la Francesa. La que se prendió fuego unos años después. Cruzada la calle de la Cruz Verde, en la misma esquina, estaba la escuela, en el edificio, llamémosle así, del Pósito Viejo. Allí, el año 1876, estuvieron presos los causantes de la Revolución de los Consumos, custodiados por soldados que llegaron de Manzanares. Y allí se depositaron los trigos y cebadas municipales durante muchísimos años. En su espacio oscuro y estrecho hicieron luego las tres aulas, porque era escuela de tres grados. La puerta estrecha de madera vieja, despintada y con clavones negros de hierro, hechos a martillo. El portalillo, de ladrillos tristísimos, a los lados las aulas; y al fondo, el retrete. Un retrete pequeño, húmedo que lo apestaba todo. En la clase que estaba, entrando, a la izquierda, el primer grado. Su maestro era don José Romero, con lentes sin montura y guardapolvos. A la derecha, el segundo, su maestro don Rodrigo Sobrado, con bigote grande y gafas de patillas, que voceaba mucho. Y al fondo, el tercer grado, de don Francisco Adrados, mi maestro. Alto, delgado, un poco sonrosado, de gesto severo, ademán minucioso y las palabras labialísimamente pronunciadas. Como don Francisco Adrados vivía en el piso bajo de la casa del tío José Vicente (el que estaba casado con la tía Martina, la hermana de papá, y luego marchó a Oviedo), arregló las cosas para que mi primo Pepito, el que luego mataron en la guerra, y yo, fuésemos con él, aunque andábamos en las primeras letras. Por esta diferencia de grado nos colocaron en las últimas mesas, y no interveníamos cuando los demás salían a decir sus lecciones y hacer los ejercicios penosísimos. De vez en cuando nos concedía un rato y nos llevaba a la pizarra para pintar los números. Y lo más del día, nosotros solos, nos decíamos cosillas, mirábamos a la bola del mundo que había sobre un armario; a la bandera nacional enrollada y empolvada en un rincón, o al retrato del Rey con las manos sobre la espada. Los pupitres eran de madera vieja, con letras y dibujos grabados a navaja. Bebíamos agua en un grifo del pasillo, y el recreo era en la calle, frente a la confitería de La Mallorquina. Todos llevábamos los libros en cartapacios.



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