Vidas de hojalata by Paul Harding

Vidas de hojalata by Paul Harding

autor:Paul Harding [Harding, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2009-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Kathleen cortaba leña, con los nervios destrozados. Howard no había vuelto de sus visitas de aquel día. Las niñas estaban en el salón, bordando y vigilando a Joe, que conversaba con Ursula, una alfombra de piel de oso a la que trataba como si fuera una mascota de la familia. George dormía en el piso de arriba, en la cama de Kathleen y Howard. Aún hacía viento. Pero se calmará y amainará cuando oscurezca, pensó ella. El viento aún iba cargado de pequeños copos de nieve, suaves y helados. El sol se ponía. Caía sobre el hayal que había pasado el solar de detrás de la casa, e iluminaba sus copas de tal modo que las ramas arteriales y desnudas se convertían en un sistema de vasos negros alrededor de unos sesos de luz. Los árboles se mecían bajo el peso de aquellos órganos luminiscentes que crecían en lo alto de sus troncos más delgados. Los sesos murmuraban entre sí. Se daban consejos y poseían una sabiduría invernal; mentes frías y escarlatas y opalinas, breves y bruñidas, que brillaban en el azul metálico del anochecer. Y luego desaparecían. La luz se escurría del cielo y de los árboles y se canalizaba hacia un punto del horizonte occidental, donde parecía que se la tragaba la tierra. Las ramas de los árboles eran oscuridades sobre la oscuridad menor del anochecer. Kathleen pensó: Esto es como el cerebro de Howard: se ilumina y se consume y se apaga. Se ilumina demasiado. ¿Cuánta luz necesita la mente? ¿Cuánta utiliza? Como una habitación llena de lámparas. Como un cerebro lleno de luz. Se palpó el bolsillo del abrigo para asegurarse de que llevaba el folleto informativo del Hospital Eastern Maine State de Bangor, situado en la cima de Hepatica Hill, desde donde se domina el bello río Penobscot. Cuando el doctor Box le dio el folleto, lo primero que hizo fue recordar que aquel hospital se había llamado Manicomio Eastern Maine. Pero las fotografías mostraban habitaciones limpias, un terreno amplio y soleado y un enorme edificio de ladrillo con cuatro alas que parecía un hotel suntuoso. La idea del hotel no se le antojaba cruel, sino más bien benévola; le parecía, en el jardín trasero que de pronto no reconocía, lleno de sesos encendidos, goteantes y evanescentes, un refugio seguro que ella veía como si fuera una viajera famélica y medio congelada en un planeta de hielo que mientras atraviesa una montaña divisa un hotel con luces en todas las ventanas, humo en las chimeneas y gente reunida, disfrutando del placer de ensueño que experimentan unos desconocidos agradecidos por compartir refugio. El folleto no estaba en ninguno de los bolsillos de su abrigo, y Kathleen cayó en la cuenta de que debía de haberlo dejado en su habitación al ir a ayudar a George a acostarse en su cama.



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