La sinagoga del agua by Pablo de Aguilar González

La sinagoga del agua by Pablo de Aguilar González

autor:Pablo de Aguilar González [de Aguilar González, Pablo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-09-04T16:00:00+00:00


15

2007.

No volví a ver a Mara durante unos días. Seguí rebuscando en el archivo por las mañanas y acudiendo al Ibuit por las noches con la esperanza de encontrarla. Sé que pude haber ido a su piso, hablar con ella, pedirle alguna explicación quizá. Aunque era consciente de que cualquier aclaración volvería a colocarme en el lugar de antes, en el que siempre había ocupado. Y aún tenía la esperanza de haberlo abandonado para siempre.

«No te enteras de nada, Dante de Alcaraz…».

Esta vez no estaba allí para decírmelo, pero yo ya empezaba a aprender. Elena había salido a tomar el aire. No la acompañé, sumergido como estaba entre documentos que no querían desvelarme nada. Se sentó en un banco del parque cercano, ensimismada con los juegos de luz que las hojas de los árboles dibujaban al compás del viento cuando pasó por delante de ella la mujer de Ladislao empujando el carrito del bebé. Elena se levantó del banco como si tuviera un resorte.

—¡Qué valiente eres! ¿Cómo te llamas?

La mujer de Ladislao dudó entre detenerse o continuar su paseo. Elena se interpuso en su camino y no dio otra opción.

—Pruden… Si no te importa…, se despertará si me paro.

—¡Qué valiente eres, Prudencia de Madrid! —continuó Elena sin hacer mucho caso a su petición—. ¿No sabes que en este pueblo se roban bebés?

Los dedos de Pruden apretaron un poco más el manillar, sus labios se contrajeron. Sus ojos buscaban gente alrededor.

—Tengo que irme —dijo.

—Verás —siguió Elena—. Hay una leyenda en este pueblo que la cuentan las abuelas. A mí me la contó la mía, a ella la suya y así hasta el principio de los tiempos, supongo. Cada generación tiene su bebé robado. Eso dicen. Te aseguro que en la mía hubo uno y ya no ha vuelto a haber más. O sea, que no tardará en desaparecer otro, Prudencia de Madrid. Déjame que te ayude —dijo, y agarró el carrito intentando sustituir a la madre—, yo cuidaré de él.

La mujer de Ladislao empujó a Elena hasta casi hacerla caer.

—¡Déjame! —gritó y echó a correr con el cochecito.

Elena no terminaba de comprender su reacción.

—¡Que solo quiero ayudar, Prudencia de Madrid! —gritó antes de que la madre girara en dirección a la salida del parque.

Cuando volvió al archivo me contó lo sucedido.

Y de verdad parecía no entenderlo.

—Una extraña le va a una madre contándole historias de que se roban bebés y trata de quitarle el carrito para empujarlo ella —dije—. Y resulta que no entiendes de qué se asusta… ¿Quién no se entera ahora de nada, Elena de Los Cerros?

Elena se me quedó mirando con los ojos muy abiertos. Sus labios, poco a poco, se abrían en una sonrisa, pero se la tapó.

—¡Debe de haber pensado que soy una loca!

—¡No! ¿Tú crees?

Y las risas de ambos resonaron en aquella habitación sin ningún aspecto de archivo.

Poco antes de que empezara a recoger, se abrió la puerta de un golpe. Levanté la vista del documento que leía y vi a Ladislao. Los puños apretados,



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