Hasta que pase un huracán by Margarita García Robayo

Hasta que pase un huracán by Margarita García Robayo

autor:Margarita García Robayo [Margarita García Robayo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: S2
ISBN: 9789588812366
editor: Laguna
publicado: 2018-01-04T05:00:00+00:00


8

Johnny conocía a un tipo. A secas. Johnny era así, uno le decía: me encantaría multiplicar mis ahorros por mil. Y él: conozco a un tipo. Me encantaría viajar a Cuba, comprar unos habanos y volver. ¿Para qué? Para venderlos. Conozco a un tipo. Me encantaría hacerme un tatuaje. ¿Dónde? En la nuca. Conozco a un tipo. Me encantaría quedarme acá para siempre. Y ahí Johnny ya no conocía a nadie. Decía: este es un país muy duro. Pero él vivía como un magnate, cambiaba de carro cada seis meses y seguía pagando el mismo leasing; cobraba un subsidio de desempleo que nadie le controlaba y era con eso que pagaba los moteles donde tirábamos, o las langostas que nos comíamos en Key West, o los VIP passes de los bares de salsa a los que le gustaba llevarme en Calle Ocho. Johnny vivía a expensas de su mujer —mitad gringa, mitad ecuatoriana— y compraba hasta los calzoncillos de marca: alimentaba rigurosamente su pequeño sueño americano como si temiera que, si un día se olvidaba de hacerlo, se desplomara a sus pies como un pajarito famélico.

Quizá tengo que dejar de andar contigo y buscarme un gringo para casarme, le decía yo. Y Johnny se me mandaba encima, me apretaba contra la pared y me metía la mano debajo de la falda: ven pacá, negra. Porque Johnny era una puta, todo lo quería resolver en la cama. Que me sueltes, malparido: lo empujaba, me iba.

Cada vez volvía de peor humor al vuelo de regreso, y el capitán empezó a notarlo: ¿Se peleó con el novio? —el capitán no me tuteaba—. No, señor, no tengo novio. Qué desperdicio. En ese vuelo íbamos cuatro azafatas, dos viejas y Susana y yo. Susana insistía en que el capitán estaba enamorado de mí. Yo sabía de qué parte de mí estaba enamorado el capitán, le costaba sacarme los ojos del culo; pero él no tenía nada que ofrecerme a cambio.

Entonces mi hermano coronó. Me escribió un mail diciéndome que se casaba: se llamaba Odina y era puertorriqueña, pero vivía en Los Ángeles. La había conocido por chat; como él no tenía visa, ella había venido a verlo y, listo el pollo, sellaron su amor. No me la presentó porque yo estaba volando, eso le había dicho mi mamá. Me la describió como una mulata preciosa y pencuda, que venía con su dote: la green card. Llamé a la aerolínea, dije que estaba muy enferma y me encerré tres días a llorar: 88, 87, 86… Así me dormía, con mi hermano entre ceja y ceja. Pensé que lo de alentarme a ser azafata había sido su estrategia para sacarme del único computador que había en la casa, donde él chateaba todo el día, año tras año, buscando esposa, hasta dar con esa portorra lameculo.

Se casaron acá por la iglesia y allá por lo civil. Mi hermano, en su correspondencia, se había descrito como muy creyente. Por parte de Odina, vino una comitiva grande de amigos y parientes.



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