El sueño perdido by Alfonso Romero

El sueño perdido by Alfonso Romero

autor:Alfonso Romero [Romero, Alfonso]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2002-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XII

–¡¡Tierra!! ¡¡Tierra!!

Rememorando aquel glorioso episodio de pasadas épocas, avistamos por primera vez las tierras del Nuevo Mundo. Era solo un puntito diminuto en la distancia, casi invisible pero vanidoso, sin embargo, anunciado por inconfundibles heraldos. Así, vimos bandadas de aves surcando los cielos: enormes formaciones de pájaros negros y blancos de una clase desconocida por mis españoles ojos. También aspiramos dulcísimos efluvios, padres de seductor cosquilleo en la nariz y que traía generoso el cálido viento del mar Caribe para acariciar nuestros sentidos. Era, en suma, un mundo de sensaciones nuevas, diferentes, todavía solo adivinadas y no vividas.

La travesía había sido una aventura larga pero sencilla. Los vientos no ayudaban mucho, bien es cierto, pero andábamos bien aprovisionados de vituallas, respetos y agua. Las primeras fueron compradas por nuestra gente en el surtido puerto de la isla de las Flores, seguro solo en verano y aun sin confianzas entonces, gastando así tanto la moneda holandesa otrora circulante en el navío como el reducido capital español que pudimos aportar a la empresa. Los respetos, como se sabe, eran los propios del galeón que, como buen corsario, iba bien servido, y para la aguada consideramos oportuno abandonar el puerto portugués —no muy seguro para los españoles desde la independencia lusitana— y trasladarnos al pequeño surgidero de la isla del Cuervo, al sur de la misma, y que a pesar de ser de regular capacidad y calado era visitado solo en casos de extrema necesidad.

Cuarenta y cinco días con sus estrelladas noches necesitamos en total para cruzar la Mar Océana. Agua, agua y más agua, un eterno lienzo azul, vacío de todo salvo de peces saltarines y ese aroma a libertad salada. Fue un viaje bonito, aunque duro, pues había que izar y arriar las velas continuamente en pos de un viento favorable que nos mantuviera firmes apuntando al suroeste. No obstante, el esfuerzo era gratificante, ya que no tuvimos que sufrir tormentas ni encuentros desafortunados. En realidad, hasta quedaba tiempo para descansar un poco al final del día, cuando el sol moría en el horizonte ya muy entrada la hora, y conversar entonces con los paisanos y compañeros, disfrutando todos con agradecimiento a Dios del frescor de la brisa marina.

—Es una de las pequeñas Antillas, Lázaro. ¿Sabes?, viajé una vez a la isla de Curaçao frente a Tierra Firme, y gané un buen dinero vendiendo telas y vestidos de Europa entre los colonos holandeses.

Guillermo me hablaba de unos lugares que no solo no conocía mi persona, sino que ni siquiera habría sido capaz de situar mínimamente en un mapa. De todos modos, tampoco le hacía demasiado caso, toda vez que la condesa y su doncella acababan de salir a cubierta con la intención de admirar también el paisaje de fantasía que empezaba a dibujarse ante nosotros.

Con toda la discreción que pude me acerqué a las dos mujeres. Conversaban entre ellas animadamente, sin escatimar sonrisas, además, antes bien prodigándolas. En realidad, aquella grata escena ya no era rara en el Sueño Perdido,



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