El fuego fatuo & Adiós a Gonzague by Pierre Drieu La Rochelle

El fuego fatuo & Adiós a Gonzague by Pierre Drieu La Rochelle

autor:Pierre Drieu La Rochelle [Drieu La Rochelle, Pierre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1931-01-01T00:00:00+00:00


Poco después Alain y Dubourg andaban juntos por entre el Sena y las Tunerías. Iban tristes y amargos.

Dubourg veía que había desperdiciado la ocasión de salvar a Alain. Se decía que, si hubiera estado bien seguro de sí mismo, se habría lanzado contra Alain brutalmente; lo habría insultado, lo habría hecho pedazos y le habría gritado: «Eres mediocre; acepta tu mediocridad. Mantente en el escalón en el que te ha puesto la naturaleza. Eres un hombre y por el mero hecho de serlo aún eres inapreciable para los demás».

Pero le faltaban ánimos para tratar así a un Alain. Y además ¿era Alain verdaderamente mediocre, siendo irremplazable, inimitable? ¿No valdría más optar por alabarlo? Había en aquel hombre perdido un antiguo deseo de sobresalir en algún terreno de la vida que acaso pudiera renacer con el aplauso…

Pero Dubourg tenía que reconocer al punto que no podía ir muy lejos por aquel camino. No podía admirar a Alain y aún menos aprobarlo. Volvía, pues, a lo que antes lamentaba: no pudiendo admirar a Alain, hubiera tenido que provocar su admiración. Para ello hubiese tenido que ser más grande. A través de la degradación de Alain percibía su derrota.

Alain, por su parte sabía que estaba viendo a Dubourg por última vez. La actitud de Dubourg, entre otros pretextos, le daba la razón de morir: La vida no había conseguido justificarse con él; lo miraba molesta, llena de reticencias, con un rostro desencajado por impotentes alegaciones.

Los dos amigos caminaban a lo largo del Sena. El río fluía gris, bajo un cielo gris, entre las casas grises. La naturaleza no podía prestar, aquel día, ninguna ayuda a los hombres: las piedras cuadradas se reblandecían en el aire húmedo. Dubourg sintió un escalofrío; aquel hombre que caminaba a su lado no tenía a nadie en quién apoyarse: ni mujer, ni hombre, ni amante, ni amigo; y el cielo le volvía la espalda. Quizás fuera culpa suya; como nunca había aprendido a contar consigo mismo, el universo, falto de núcleo, no presentaba a su alrededor ninguna consistencia.

Se cruzaron con una mujer bonita y elegante. Les echó una breve mirada: Alain le gustó. Dubourg sonrió y sacudió el brazo de Alain.

—¿Ves? Dan ganas de tocarla. París es como ella; la vida es como ella. Una sonrisa y este cielo gris se arrasa. Este invierno iremos juntos a Egipto.

Alain movió la cabeza.

—Recuerdas… —comenzó Dubourg.

Alain se paró y dio una patada en el suelo.

—Chocheas.

Se habían divertido durante diez años a orillas de aquel río: toda la juventud; para Alain, toda la vida.

—No quiero envejecer.

—Echas de menos tu juventud como si la hubieras empleado bien —dejó escapar Dubourg.

—Era una promesa; he vivido de una mentira. Y el mentiroso era yo.

Al decir aquello, Alain miró el Parlamento. ¿Qué significaba aquella fachada de cartón, con su ridícula banderita? ¿Y aquel ir y venir de ruedas en torno?

—¿Adónde van? Es idiota —rezongó.

—No van a ningún sitio, pero van. Me gusta lo que existe: es intenso, me parte el alma, es la eternidad.

Alain miró a Dubourg una última vez.



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