Cuentos incompletos by T. C. Boyle

Cuentos incompletos by T. C. Boyle

autor:T. C. Boyle [Boyle, T. C.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2024-03-01T00:00:00+00:00


* * *

Más tarde, después de que Willis se marchara a trabajar y Muriel tuviera la oportunidad de calmarse y de reflexionar sobre la aniquilación del televisor y las manchas de café en la alfombra, sintió vergüenza y se arrepintió. Se había dejado traicionar por los nervios y se había equivocado, era la primera en admitirlo. Y no solo eso, pues a quién había hecho daño sino a sí misma, era como matar a tu única amiga, apartarse del mundo como una monja de clausura, peor aún, porque al menos la monja tenía sus rezos. El técnico —en su tristeza y su confusión a punto había estado de llamar a una ambulancia, y estaba tan desesperada cuando por fin pudo dar con él que el hombre se presentó en menos tiempo del que habría tardado un enfermero en ponerse la bata— le había dicho que no tenía solución. El tubo de imagen estaba destrozado y lo mejor que podía hacer era ir a un Caldor y comprarse un aparato nuevo, y entonces mencionó media docena de marcas japonesas y ella perdió de nuevo los papeles. Tendrían que condenarla y calcinarla tres veces en el infierno antes de comprar nada a los amarillos después de lo que le hicieron a su hermano en la guerra, ¿no era él, el técnico, estadounidense o qué? ¿No sabía que se reían de nosotros, los amarillos? El técnico huyó en su furgoneta sin mirar atrás.

Eran las diez de la mañana. Willis estaba en el trabajo, hacía un tiempo de perros y Muriel se estaba perdiendo Hollywood Squares y ni siquiera podía aliviar su dolor con el consuelo de las compras; no hasta que Willis llegara a casa, en cualquier caso. Dios, pero qué crío era, pensó allí sentada a la mesa de la cocina con una taza de café oscuro y amargo por delante. Cuando lo conoció estaba hecho un desastre; su anterior mujer lo había exprimido y puesto a secar como una bayeta. Tenía la ropa mugrienta, se pasaba el día entero borracho, lo habían echado de los tres últimos trabajos y el coche que conducía parecía un ataúd con ruedas. Ella lo había convertido en su proyecto. Lo rescató, le dio un hogar, ropa interior y pañuelos limpios, y aunque se lo agradeciera cien veces al día no sería suficiente. Si lo tenía atado corto era por necesidad. Dale cancha —aunque sea una hora— y aparecerá por casa a los tres días apestando a ginebra y a vómito.

En la casa reinaba un silencio sepulcral. Miró por la ventana; las nubes pendían bajas y se arremolinaban sobre el tejado, en ristras como salchichas, como entrañas, negras por la sangre y la bilis. Había alerta de tormentas, eso sí lo había oído en el programa matinal, y sintió otra vez una punzada de arrepentimiento por lo del televisor. Quería levantarse en ese mismo instante y poner las noticias, pero lo de las noticias se había acabado; al menos para ella. Estaba la radio —y experimentó



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